Carta Editorial

Y acá estamos otra vez, compungidos, sin saber qué tiempo usar para contar esto. ¿Pasado? Cuando no lo hemos superado. ¿Presente? Cuando hablamos de ausencias. ¿Futuro? Ojalá que no.

Somos de las personas a las que el trabajo pudre por dentro.

Pasamos el día pensando en cómo contar una tragedia. En cómo hacer para que sea “atractiva”, para que interese en un país que rebalsa tragedias.

Cuando terminamos, nos vamos a casa. Pero nos vamos con plena consciencia de que esa casa es un privilegio, que llegar es un privilegio, que llegar y encontrar en esa casa a alguien querido y olerlo mientras nos abraza es un privilegio. Es uno al que las personas de las que escribimos no han tenido acceso. Y, con conocimiento pleno de la desigualdad, es difícil disfrutar. No se debe. Porque suena a ser parte de una injusticia que se perpetúa justamente en la distracción de quienes, quizá con más empatía, podrían hacer algo.

Sentir lo que sabemos nos marchita. Pero no tenemos derecho a aquejarnos. Porque lo único que debe ocuparnos es el compromiso que tenemos de contar, y bien, a todos los que, bajo riesgos que ni nos imaginamos, nos tienen la suficiente confianza de hablarnos. Estas personas se abren de alma no para generar lástima, sino que para reclamar la dignidad que les ha sido arrebatada entre delitos e impunidades.

Y acá estamos otra vez, compungidos, sin saber qué tiempo verbal usar para contar esto. ¿Pasado? Cuando no lo hemos superado. ¿Presente? Cuando hablamos de ausencias. ¿Futuro? Ojalá que no. Ojalá que no pase, que no sigamos así.

Los periodistas somos un instrumento, un medio. Intentamos cada día ejercer con la altura que merece el cargo. Pero nos pudre. Nos pudre tanto privilegio. Nos pudre seguir vivos y presentes en un país en el que se sufren tanto las ausencias y en el que la sonrisa hace rato dejó de ser una marca nacional. Ahora es ese lujo que deberíamos pensar bien en ejercer.

Hoy tenemos que presentar la octava entrega sobre las desapariciones. No es fácil seguir transitando entre pérdidas. Es necesario, sí, pero sería mejor que no lo fuera. A veces, cargados de algo parecido a la candidez, deseamos acabarnos todas las historias como estas. Y que no haya más. Pero todavía quedan tantas.

Para que se acaben, antes las tenemos que conocer a fondo. Por eso hoy nos abrazamos a las medallas de Jocelyn, a los Taz de Heriberto y a las camisas que Emilio dejó sobre la cama.

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Séptimo Sentido

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