Los trabajadores de la tierra a los que el aeropuerto desplazará

Las 30 familias del caserío Flor de Mangle, Conchagua, no tienen agua potable ni tuberías. La calle no está pavimentada y los accesos a salud y educación son muy limitados. En 20 años, esta zona no había recibido atención hasta ahora, cuando vehículos de instituciones gubernamentales transitan aquí con frecuencia. Este es el lugar elegido para construir el Aeropuerto del Pacífico. La comunidad, entonces, debe ser removida.

Sonia Pereira no sabe leer. En el caserío Flor de Mangle, en Conchagua, La Unión, la baja escolaridad es norma. Los adultos no han superado el quinto grado. Sin opciones, estas personas se dedican a tres tareas: la agricultura, la ganadería y la extracción de moluscos. Todas están directamente relacionadas con las parcelas que habitan. Flor de Mangle no se puede reubicar sin que eso signifique un golpe que va más allá de la vivienda. «Si nos llevan a otro lado y no podemos trabajar, nos van a matar de hambre», dice Sonia de pie, bajo el sol, en la manglera en la que finaliza la calle polvosa que es este caserío.

Este es el primer lugar al que han llegado representantes de la Comisión Ejecutiva Portuaria Autónoma (CEPA) a hablar acerca de la construcción del Aeropuerto del Pacífico. El aeropuerto y la comunidad no pueden habitar el mismo espacio. Si las autoridades insisten en construir en este sitio, en donde ya iniciaron los trámites, lo que corresponde, entonces, es mover a la comunidad.

El 5 de enero, Elmer Martínez prestó su lote de dos parcelas para que se realizara la primera reunión con los habitantes de los caseríos Flor de Mangle y Condadillo, las dos zonas habitadas que van a ser afectadas por el proyecto según los formularios presentados, en septiembre de 2021, por CEPA, ante el Ministerio de Medio Ambiente. La institución esperó más de tres meses para dar información sobre reubicación, y muy vaga, a las 70 familias que residen en estos lugares desde hace décadas.

En esa reunión, a la que también asistieron representantes de las alcaldías de La Unión y Conchagua, así como del Instituto Salvadoreño de Transformación Agraria (ISTA), no hubo compromisos. Hubo ofrecimientos y alguna promesa de que a las personas se les pagarían sus viviendas. En ningún momento la reubicación se planteó como negociable, de acuerdo con los testimonios y los videos que del encuentro grabaron los vecinos.

 

El 22 de febrero fue convocada otra reunión. Y, para entonces, los habitantes ya plantearon más preguntas. Como por ejemplo, qué pasará con las parcelas que no tienen vivienda, pero están cultivadas o que se utilizan en actividades de ganadería. También incluyeron en la discusión qué pasará con las personas que habitan en la zona, pero no cuentan con documentos que confirmen propiedad.

Sonia forma parte del grupo de las personas que no tienen ningún papel que certifique propiedad del territorio que habitan. Además, como no sabe leer, ella no sabría qué hacer si tiene que iniciar, ahora, un trámite así. «En el aire estamos», dice y se encoje de hombros. Ella se dedica a la extracción de moluscos, los conocidos como curiles.

En el mapa catastral del Centro Nacional de Registro (CNR), en Flor de Mangle aparecen más de 80 lotes. No hay; sin embargo, información disponible de ninguno de ellos.

Élmer es una de las personas que sí logró inscribir su propiedad. Y cuenta que esta comunidad se formó porque un grupo de desmovilizados de guerra ofreció al ISTA pagar una deuda vigente por esta tierra: «A nosotros no nos regalaron, nosotros, como cooperativa, pagamos esa deuda para que nos dieran los terrenos». El ISTA no ha emitido información con respecto al que es su papel en este proceso de reubicación de comunidades y construcción del aeropuerto.

Flor de Mangle ha figurado en varios proyectos de desarrollo, pero pocas veces ha visto cumplidas las promesas. Aquí no hay agua potable, no hay servicio de aguas negras ni grises. En 2006, les ofrecieron la construcción de un centro escolar, pero jamás sucedió. Para recibir atención médica, hay que tener por lo menos $5 para trasladarse a Conchagua o a La Unión. La electricidad llegó a las familias que lo podían costear, pero solo hasta hace poco más de un año.

El caserío fue golpeado por el desbordamiento de la quebrada cercana en 2016, 16 casas resultaron dañadas. Lo poco que tenían los habitantes, se perdió en el lodo. En 2019, las lluvias provocaron deslizamientos que afectaron la entrada al caserío y varias viviendas más.

A inicios de 2020, un fenómeno que los vecinos achacan a químicos en el agua del estero El Tamarindo, mató en el manglar a una gran cantidad de moluscos y dejó a los pobladores sin esta fuente de ingresos y alimentos. No solo a esta comunidad fue afectada, sino que a las de todas las de la zona. Así fue como los encontró la cuarentena por covid-19.

«Pero, aquí, por lo menos, mangos tenemos para chupar. En otro lado, no sabemos», cuenta Sonia y se ríe.

Tras una inspección realizada en septiembre del año pasado, derivada del inicio del trámite de permisos de parte de CEPA, técnicos del Ministerio de Medio Ambiente advirtieron a la titular que la cercanía de un aeropuerto al bosque salado afectará indiscutiblemente la flora, la fauna y todo el ecosistema de un Área Natural Protegida como es el estero El Tamarindo. Además, la funcionalidad del proyecto está en riesgo debido a las constantes inundaciones, esas que por años han sufrido los habitantes. Estos aportes están plasmados en la Resolución MARN-NFA1409-2021-TDR-329-2021.

Este documento cita también que la información disponible en el mapa de clave catastral del CNR, «se identificó que el polígono del proyecto afecta a dos parcelaciones urbanas, una parcelación agrícola, varias parcelas de tipo rural, un aeropuerto o pista de aterrizaje (Pista San Ramón) y algunas calles de acceso a parcelas agrícolas». Quiere decir que esta tierra está ocupada y que para poner en marcha la construcción, la institución titular del proyecto debe hacer más gestiones.

De principio a fin

Si el mangle en donde está Sonia se toma como el final del caserío, el inicio es el lote de Élmer. Es una esquina que se hace entre la muy transitada carretera El Litoral y la polvosa. Aquí en donde él ha construido dos viviendas que tienen piso de tierra, cuatro paredes y láminas. En el resto del espacio ha sembrado. Es agricultor.

«¿Cómo nos van a llevar a encerrar a cualquier lado, si nosotros de esto vivimos?», pregunta. En este solar hay árboles de mango que dan frutos en ramas a ras del suelo. Tiene matas de banano, chiles y también hay hortalizas. Todo el espacio se aprovecha.

El lote de Élmer sirve para producir y también como espacio de comercialización. Acondicionó un puesto de venta de láminas y ofrece sus productos a los automovilistas. «Yo pensaba que aquí iba a poder estar tranquilo para envejecer».

Lo mismo que Élmer pensaba Clelia Villalobos. Ella crió aquí a cinco hijos. Solo a una ha logrado hacer llegar a un quinto grado de escolaridad. Todos han aprendido a curilear, sacar con las manos molusco de entre las raíces del bosque de mangle de madrugada. «Ahorita que hemos estado sin poder ir a la ‘ñanga’ (mangle) la hemos pasado bien mal».

La casa de Clelia está a medio hacer. Le querían poner ladrillo y le querían mejorar el pozo. Pero en enero, tras el anuncio de que esta tierra ya no sería más suya, todo se detuvo. Ella es otra mujer de este caserío que no sabe leer. Se dedica, también, a cuidar sus vacas y, para eso, usa una parcela cercana. «Es necesario, yo considero, que nos avisen con tiempo si en el lugar a donde vamos podemos seguir con nuestros animales, porque, si no vamos a poder, hay que venderlos. Y también que nos dejen paso para la ‘ñanga’, para que podamos trabajar».

En su resolución de evaluación, los técnicos de Medio Ambiente le señalan a CEPA que debe contar con «la documentación legal que compruebe la tenencia o propiedad de los inmuebles donde será asentado el recinto fiscal». Y los mismos requisitos debe cumplir con «los potenciales sitios de reasentamiento humano que surjan con la ejecución del proyecto», es decir, el lugar al que serán trasladadas las familias de Flor de Mangle.

Hasta la fecha, en este caserío no se sabe nada de zonas de reubicación ni de mecanismo de pago de las propiedades. Tampoco de cómo se procederá con los que no tengan escrituras de sus terrenos. «Espero que no nos quieran sacar como animalitos», explica Élmer, quien no deja solo un terreno, sino que mucho tiempo y dinero dedicados a alcanzar bienestar. En su casa, el sanitario es lavable y está cerca de la estructura principal de la vivienda. Esto es posible porque instaló un sistema de tubería interno que va desde el inodoro hasta la fosa séptica, que está al final del lote.

EL MARN, en efecto, exige para la instalación del aeropuerto todo lo que a la comunidad no se le facilitó como servidumbres de agua potable y tendido eléctrico, entre otros. «Nosotros pedimos que se cumpla lo que nos ofrecen, porque ya otros gobiernos han ofrecido y ofrecido y no se ha cumplido. Se ve que el aeropuerto aquí lo van a hacer, y no se puede detener, esperamos un trato justo», señala Élmer que llegó a Flor de Mangle en el 2001.

«En atención a la entrada en vigencia del Acuerdo No.306, de fecha 26 de julio de 2017, es importante incluir la opinión de la población dentro del área de influencia directa, e indirecta del proyecto, y proyectos vecinos con relación a la construcción y funcionamiento del proyecto», reza también la resolución. Estas consultas; sin embargo, no se han realizado, de acuerdo con lo relatado por los habitantes como Clelia y que confirman, cada uno por su lado, Sonia y Élmer: «Aquí solo a medirnos las casas han venido, nada más».

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