Carta Editorial

Ellos no se pueden mudar para alejarse de condiciones adversas. Tampoco tienen demasiadas opciones de empleo.

La Enfermedad Renal Crónica (ERC) ha estado mermando a las familias centroamericanas desde hace décadas. Este es un flagelo que tiene implicaciones sociales, económicas, laborales y emocionales de altísimo impacto. Y, pese a que es un fenómeno extendido por toda la costa centroamericana del Océano Pacífico, las poblaciones afectadas todavía no han recibido suficiente atención.

Por ahora, es imposible calcular con exactitud la cantidad de muertes relacionadas con esta enfermedad. Los sistemas sanitarios de los países apenas se están preparando para poder elaborar registros que discriminen entre enfermedad renal tradicional, que es la que tiene de base padecimientos como la diabetes y la hipertensión. De la otra, de la que se ensaña con las comunidades agrícolas y que viene dando señales desde hace unos 30 años.

Esta, la no tradicional, tiene un fuerte componente geográfico y social. Está relacionada con dónde y cómo trabaja y reside la gente que termina presentando daños en la función renal. Para el caso, los segmentos en donde más se acumulan casos son pobres. La falta de dinero reduce cualquier posibilidad de eliminar riesgos. Ellos no se pueden mudar para alejarse de condiciones adversas. Tampoco tienen demasiadas opciones de empleo. El acceso al agua potable no está garantizado y los tratamientos médicos siempre están a una distancia importante del lugar en el que viven. Están, prácticamente, cercados.

Esta es la segunda entrega de una serie de cinco reportajes que se enfoca en hacer visible esta epidemia. Hay en Costa Rica, en toda Centroamérica, una cantidad importante de personas a las que no se les está protegiendo y no se les está respetando su derecho a la salud. Caen por montones en una enfermedad que es demandante y degenerativa; lo hacen con el mínimo de recursos y, lo más cruel de todo, bajo un grueso manto de silencio.

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