Carta Editorial

Con una población que sobrepasa varias veces su capacidad instalada y con un presupuesto que no da lugar a nada más que a la miseria, el sistema carcelario de este país sigue sumando a los problemas en lugar de a las soluciones.

La empatía es esa acción de ponernos en los zapatos de otro, dicho de manera muy, pero muy simplificada. Pues esa práctica, en los países poco dados al respeto a los derecho humanos es muy difícil de masificar. Porque no aplica solo con las personas a las que tendemos a ver como iguales. Es, de hecho, mucho más necesario tender estos puentes con aquellos a los que creemos inferiores. Porque sí, pese a los discursos edulcorados, hay un montón de gente a la que esta sociedad ve de menos. En primerísimo lugar de esta lista de prescindibles, están los privados de libertad.

En esta escala de valores alterada y corrupta, las mujeres llevan la de perder. Con una población que sobrepasa varias veces su capacidad instalada y con un presupuesto que no da lugar a nada más que a la miseria, el sistema carcelario de este país sigue sumando a los problemas en lugar de a las soluciones. Pareciera que a esta nuestra sociedad le gusta pensar que una vez ingresan a algún centro penal, las personas mueren, desaparecen, abandonan sus derechos o se esfuman. Pero no es así. Existen. Y si se sigue con la práctica de no ponerles la atención adecuada, de lugares como ese seguirán saliendo más dificultades que personas capaces de volver a empezar después de pagar lo justo por sus errores.

En esta entrevista que la periodista Wendy Hernández le hace a María Rodríguez Tochetti, asesora de temas penitenciarios en el Comité Internacional de la Cruz Roja para México y Centroamérica, hay un análisis oportuno de cómo las soluciones no pueden llegar de la mano de la improvisación ni de la revancha. Es necesario entender que nadie nace para criminal. Y que, pese a las sentencias, nadie, nunca, pierde su calidad de ser humano. Somos, todos, eso: iguales.

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Séptimo Sentido

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