Carta Editorial

La vulnerabilidad es alta en los cordones de pobreza en donde las familias se acomodan bajo plásticos negros y láminas.

Tener una vivienda digna en donde una familia pueda desarrollarse sin los traumas del hacinamiento o de la falta de servicios sigue siendo una misión imposible para miles de salvadoreños. Y hay zonas muy complicadas, en donde no solo se trata de contar con materiales de calidad y servicios básicos. Se trata de riesgo.

Cada tormenta, terremoto o inundación pega más duro en las mismas zonas. La vulnerabilidad es alta en los cordones de pobreza en donde las familias se acomodan bajo plásticos negros y cartones. A eso, muchas veces, es a lo que se le llama casa.

Una lámina, paredes ruinosas, algo de alambre y, adentro, la vida se instala como sea, con lo que alcance. La imagen de una vivienda en malas condiciones es con lo que, por tradición, se ilustra la falta de desarrollo, la pobreza, el rezago social y el sufrimiento al que se somete una buena parte de salvadoreños.

Lo más triste es que hay familias que han tenido que pasar varias veces por enorme dolor de perderlo todo. Y, con eso a cuestas, tienen que volver a empezar en el mismo lugar, con igual cantidad o con más riesgos que antes. Las tormentas Amanda y Cristóbal volvieron a desnudar este fenómeno de los reincidentes en tragedias.

En comunidades del municipio de La Libertad hay personas que, en un plazo de 10 años, han tenido que rehacer por completo sus pertenencias hasta en tres ocasiones. Porque los ríos se desbordan. Pero, más que todo, porque no han encontrado una alternativa viable, una que no solo ofrezca paredes, sino que también garantice modos de vida y redes en las cuales sostenerse.

“Las familias no son muebles”, dice, en este reportaje, una de las fuentes. Y se refiere a que las soluciones habitacionales, entre ellas la reubicación de asentamientos, no son universales. Deben ser adaptadas a cada caso con un enfoque de respeto a los derechos humanos. No hay fórmulas.

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