Carta Editorial

Como si se tratara de algo accesorio, el acceso a servicios de salud mental se ha dejado tradicionalmente fuera de las prioridades.

Nuestra salud pública funciona con base en parches. La oferta de recursos es insuficiente para una población que crece entre carencias, lo que aumenta de manera exponencial su vulnerabilidad. Así, los centros de salud entregan responsabilidades a terceros en un afán por cumplirle al usuario al menos lo básico. Y, en la mayoría de casos, hasta esto se queda corto.

Si para comprar un equipo médico indispensable en cirugías complejas es necesario hacer campañas de recaudación de fondos, ¿cuánto más, que no se ve como inmediato, se queda sin cubrir? Este es el caso de la salud mental.
Llevamos décadas aplazando la necesidad de poner atención y recursos a este aspecto que es transversal y, por tanto, con una incidencia enorme en el desarrollo de la población.

Como si se tratara de algo accesorio, el acceso a servicios de salud mental se ha dejado tradicionalmente fuera de las prioridades. Desde 2017, El Salvador cuenta con una ley que debían contribuir a ordenar la oferta de servicios, pero no se ha destinado presupuesto para ejecutarla.

Mientras, cientos de familias se ven obligadas a hacer frente a padecimientos como la esquizofrenia de una forma casi empírica.

Y es así para los afortunados que cuentan con alguien que se haga cargo de sus cuidados. A los que están solos nadie les cumple su elemental derecho al acceso a la salud. Esta es una injusticia diaria.
En el reportaje con el que abrimos esta edición se dan a conocer las alternativas que han crecido entre una sección de la sociedad civil que ha experimentado las diferentes formas de discriminación derivadas de un diagnóstico de esquizofrenia.

El Salvador no solo falla en la atención sanitaria de este tipo de padecimiento. Con ello, también niega el acceso a otros derechos, como la educación, la recreación y el trabajo.

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Séptimo Sentido

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