Carta Editorial

El VIH no es una condena a muerte. Pero aún es una condena social. Los antirretrovirales, siempre que se aborden con disciplina, otorgan bienestar físico. ¿Y de ahí?

La discriminación a las personas que viven con VIH sigue siendo una realidad. Por encima de todos los avances médicos y administrativos que han estabilizado la entrega de los medicamentos antirretrovirales, esa otra parte, que tiene que ver más con la educación y la empatía, sigue siendo un lastre.

Una de las maneras en las que más impacta es en el acceso a oportunidades de desarrollo. Por ejemplo, solo dos de cada 10 personas mayores de edad que viven con VIH cuentan con un empleo que les da acceso a un ingreso económico constante, a seguro social y pensión. Es necesario aclarar que muchas de ellas están contratadas en puestos que guardan relación con cómo prevenir o cómo vivir con este diagnóstico. Fuera de esta especie de campo conquistado, en la empresa privada y en el mismo Gobierno las oportunidades son muy limitadas.

Cuesta dar crédito a representantes de asociaciones cuando señalan que han escuchado testimonios sobre gente que sigue creyendo que hay un riesgo de transmisión por manipulación de alimentos. Pero en el despacho de las autoridades de salud pública, el cuento no es diferente. Ahí, en donde se manejan los hilos de la estrategia para el abordaje médico, también se habla de un tipo de discriminación que impera en empresas o instituciones en donde los empleados se niegan a compartir mesa o espacios comunes con alguien que vive con VIH. En estas actitudes queda claro que el miedo sin fundamentos no ha sido derrotado.

El VIH no es una condena a muerte, pero aún es una condena social. Los antirretrovirales, siempre que se aborden con disciplina, otorgan bienestar físico. ¿Y de ahí? ¿Es la norma vivir abiertamente con VIH y optar por oportunidades de estudio y empleo? No.

La misión todavía no está completa. Falta alcanzar el éxito en la parte más difícil.

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