Carta Editorial

No se presupuestó el hambre que Rosa y sus hijos iban a comenzar a sufrir tan pronto ella ya no pudiera sacar su carretón de minutas.

El municipio de La Libertad, en la zona costera, es uno de los que mejor ilustra el impacto de esta crisis, que tiene la forma de un monstruo de varias cabezas. Primero, está el riesgo de contagio por covid-19 en un área en la que no se puede decir que las familias logren poner en práctica el aislamiento. Las viviendas no dan para eso.

Luego, está la suspensión de las actividades comerciales, justo en donde la mayoría de familias apenas la pasan con ingresos que cuentan y gastan por día. No hay reservas de alimento, no hay ahorros, nada sobra. Y, tercero, es una zona altamente vulnerable a inundaciones, deslizamientos y desbordes de ríos. Esas aguas ya se llevaron cantones enteros en esta emergencia.

En este momento, cada familia vive su propio drama. La periodista Wendy Hernández cuenta en esta edición cómo Rosa, una mujer de 31 años, sobrevive con tres hijos menores de 12 años. Y acá, donde dice Rosa, puede decir María, Luis o Marta. Cada caso, más trágico que el otro. Cada caso tan predecible como el otro. Porque las desgracias, por acá, no son cosa de hoy.

Y esto es lo más perturbador de cada historia que se cuente en La Libertad: que no se tomaron a tiempo las medidas de prevención. No se mitigó el desastre. Ni se presupuestó con precisión el hambre que Rosa y sus hijos iban a comenzar a sufrir tan pronto ella ya no pudiera sacar su carretón de minutas. Las medidas tomadas hasta el momento se han quedado cortas ante el tamaño de la vulnerabilidad en la que viven las familias de esta zona.

El error de no adaptar las acciones a las particularidades del territorio se paga caro. En este caso, lo paga Rosa, la última y la más débil de la cadena.

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