Carta Editorial

Nadie puede ya seguir sintiéndose con el derecho de no hacer lo propio por conservar y proteger el medio ambiente.

En un país que viste sus cerros de verde con cada inicio de la época lluviosa, es fácil olvidar el daño que se ha hecho y que se sigue haciendo en materia ambiental. Cada año, aún llueve una cantidad de milímetros suficiente como para abastecernos, hay ríos y todavía queda el bosque cafetero.

Los ríos, sin embargo, corren con metales pesados, ya no es tan fácil leer los patrones de lluvia y, por tanto, planificar la siembra. Y el bosque urge del Estado un escudo que dure más que un quinquenio. Ya no hay margen como para dejar el tema del medio ambiente para después.

Si de lo que se trata es de ponerlo en la clave más grave posible, hay que decir que ya se trata de una cuestión de vida o muerte. Vidas como las que se pierden en los deslaves, en las inundaciones y en cada una de las variadas manifestaciones de vulnerabilidad que se registran en el país.

Y vidas a las que cada vez se les recorta más su hábitat, como las especies en peligro de extinción. Entre ellas, la protagonista de esta edición: la lora nuca amarilla.

Desde la sociedad civil se habla mucho de la necesidad de fortalecer una cultura de conservación de los recursos naturales. Un concepto amplio que comienza con cerrar los grifos para evitar el desperdicio de agua y que se alarga hasta alcanzar a las políticas de conservación de los bosques y de todas las especies que los habitan.

Nadie puede estar al margen de esta cultura. Nadie puede ya seguir sintiéndose con el derecho de no hacer lo propio por conservar y proteger el medio ambiente. En esto, las instituciones gubernamentales guardan la gran responsabilidad de gestionar y de administrar. Pero el futuro de la lora nuca amarilla también depende de acciones individuales, como no comprar fauna exótica para no seguir alimentando un negocio que vacía los nidos.

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