Carta Editorial

Entre la basura, haciendo el último esfuerzo por evitar el descarte indiscriminado de materiales, hay un grupo de personas que han logrado establecer rutinas y cargos, entre otros, y sobre eso ha levantado un oficio.

Uno de los grandes problemas de El Salvador es la desigualdad de oportunidades. Quienes han podido, han construido sus propios mundos en donde la salud, la educación y la vivienda, por principio, están garantizados. Y el recurso que debía dedicarse a que estos tres derechos, al menos, fueran universales, se escurrieron por la alcantarilla de la corrupción o la mala inversión. Así que lo que tenemos hoy es a un país en donde la mayoría de gente todavía batalla toda la vida por alcanzar eso que otros, a unos cuantos kilómetros de distancia, tienen por piso.

Entre la basura, haciendo el último esfuerzo por evitar el descarte indiscriminado de materiales, hay un grupo de personas que han logrado establecer rutinas y cargos, entre otros, y sobre eso ha levantado un oficio, un trabajo que ahora buscan que el resto del país reconozca tanto en su importancia, como en los derechos que a quienes lo ejercen se les deben respetar.

En Cuscatancingo, un grupo de recicladores de base está armando un cambio social, uno de esos que por venir de los mismos implicados, se antoja genuino y práctico. Lo que piden es, de nuevo, eso a lo que la gente que puede le llama piso: protección social. Ellos urgen instalaciones adecuadas, cobertura médica, pensiones y también otras cosas del día a día, como guantes, para no herirse mientras manipulan materiales.

A una sociedad muy acomodada en sus propios derechos y en pensar que con perder de vista la basura es suficiente, le vendría bien, como siempre, asomarse al enorme cambio que se puede gestar ahí, en donde ya todo parece haber sido descartado.

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