Escribiviendo

Tragedias letales que sobreviven

Años después, cuando era estudiante universitario, tuve la oportunidad de entrar a la Catedral de Nuestra Señora. Las emociones de la infancia se volvieron estremecimientos al recorrer las naves centenarias.

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Cuando ocurrió la muerte de Roque Dalton, algunos defensores de ese crimen adujeron que no se explicaban tanto escándalo por una muerte cuando había miles de muertes. Igual sofisma podríamos pensar del Santo Óscar Romero, porque no todos los crímenes son magnicidios. Es que la lógica de los sentimientos humanos nos transporta a otra mecánica social, ya no por teoría sino por otras realidades, aunque todas las muertes sean un drama humano para quien lo sufre. De acuerdo con ese realismo de valores humanísticos Roque Dalton seguirá vivo y continúa vivo por muchos años más y admitido por nuevas, viejas, nuevas y futuras generaciones, no solo para quienes lo conocimos. Y de San Romero de América decimos que su asesinato lo convirtió en mártir eterno de fe universal.

Esos ejemplos explican por qué nos conmovió el incendio de esa medieval joya de piedra y granito que se conoce como la Catedral de Notre Dame, cuya deflagración llegó a encender las redes sociales con polémicas en pro y en contra. El mismo Víctor Hugo, en su novela “Nuestra Señora de París” resaltó esa obra histórica religiosa: “Cada piedra, cada imagen, es un reflejo de las ciencias y las artes”.

Aunque puede parecer grosera o caricaturesca la comparación, no es lo mismo si se quemara el mesón rembrandtiano donde yo viví de niño, allá en San Miguel, a que se incendiase un monumento nacional como el Palacio Nacional. Son temas diferentes, pese a valores humanitarios que nos obligan a conmovernos por toda pérdida, física o humana.

Tampoco nadie va a negar la crisis deplorable de los emigrantes centroamericanos que huyen en caravanas en busca del “sueño americano”, que de pronto se convierte en pesadilla; o negar los miles de muertos por hambre de algunos países africanos, o los muertos por guerras de posesión (o de posicionamiento geopolítico). Por igual razón es humano atender las exigencias laborales de los chalecos amarillos, que llevan ya 23 enfrentamientos violentos con las fuerzas policiales de Francia (189 detenidos en una nueva y tensa jornadas de protestas en París, el Domingo de Resurrección).

¿Cuántos millones necesita el fisco francés para satisfacer esas demandas laborales, y cuánto costará renovar Notre Dame? Los ejemplos expuestos tratan dramas diferentes, nos muestran realidades que no solo se miden por lo físico, también por su valor subjetivo: las conmociones que estremecen al mundo. Una bomba que destruye dos o más ciudades milenarias, o un niño africano atisbado por un ave carroñera esperando su muerte.

En el caso de Nuestra Señora de París, las redes sociales han divulgado estas posiciones contrapuestas, mezclando temas distintos, aunque pareciera lógico. Se refieren a ciudades desaparecidas y poblaciones enteras exterminadas.

En el caso de Notre Dame no solo se trata de un incendio, como hay miles en el mundo. Son pérdidas de valores universales; como son las sufridas, entre nosotros, con Tacuscalco, pipiles o Quelepa, y Morazán. Son expresiones de cultura lenca abandonadas a la buena de Dios. Se destruyen los valores de identidad que se vuelven irrecuperables. Permitirlo, haberlo permitido, dejarlo pasar, o esperar que el olvido apague las llamas de la impunidad es tan grave como el etnocidio de comunidades originarias americanas. Antes, quizás no alcanzó trascendencia, pero gracias a la era de la información tecnológica las depredaciones salen a flote, y hace difícil la vida a los responsables de conservar el patrimonio.

Eso es lo que ha evidenciado la libre opinión expresada en las redes sociales, cuyos deliberantes sobre Notre Dame traen a cuenta la depredación ambiental; la pobreza, las injusticias. Situaciones precarias por un lado y despilfarro por otro. Hasta hacernos creer a cada quien que la sobrevivencia hay que buscarla en otras partes, no importa si a riesgo de perder la vida, como es el caso de las migraciones masivas, las caravanas de mujeres y hombres jóvenes acompañados de sus hijos incluso recién nacidos. No creo que ignoren que en esas caravanas marchan a enfrentarse con un crematorio, con el riesgo de perder la vida.

Detrás de las indiferencias existe el vacío que nos dejó el cultivo de las emociones, y reproducimos la tesis centenaria de que el hombre es el lobo del hombre. Recuerdo que en 2001, la cooperación española decidió apoyar a la remodelación de la Biblioteca Nacional, para lo cual tenía presupuestado 7 millones de dólares. Un año trabajó un ingeniero español en las oficina de la Biblioteca, supervisado por el presidente de la Asociación de Ingenieros de El Salvador. Pero, por desgracia, ocurrieron los dos terremotos de enero y febrero, y la institucionalidad no se comprometió a dar la contrapartida, pues la prioridad era solventar los problemas de reconstrucción debido a las pérdidas de los terremotos. Los sueños se esfumaron. Se construirían casas a las víctimas.

Creo que todos recordamos esas casas de media docena de láminas y cuatro postes para algunos damnificados. Láminas para las paredes y para el techo, sostenidas por cuatro postes. Los famosos hornos microondas, infierno de día, frío polar de noche. Lo dicho es solo para registro histórico. Ignoro si la cooperación española otorgó ese financiamiento. Nada de emociones frente a la tragedia, carencia absoluta de principios humanísticos, fallas de nuestro sistema educativo.

En mi caso, Notre Dame es un emblema literario de adolescencia. Carente de libros (referencias de mi madre), que hubiera querido leer, tuve que leer repetidas veces las mismas obras, en mi infancia de San Miguel. Así conocí bastante bien esa catedral a los 14 años, gracias las descripciones de su novela “Notre Dame de París”, de Víctor Hugo; la emoción privó por sobre cualquier realidad presencial.

Años después, cuando era estudiante universitario, tuve la oportunidad de entrar a la Catedral de Nuestra Señora. Las emociones de la infancia se volvieron estremecimientos al recorrer las naves centenarias. Aunque en esos momentos no sabía que cada piedra, cada vitral y cimientos, eran historia universal de las ciencias y las artes, como escribió Víctor Hugo.

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