Escribiviendo

Todos los días, el día

Mi madre me dio la poesía y las novelas que había leído en su adolescencia. La abuela me dio las leyendas; con Herminia aprendí la sabiduría de los humildes.

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Escribo estas notas pensando que todos los días deben ser el Día de las Mujeres. Por lo menos en lo que escribo es así. Tengo una novela autobiográfica que titulé «Siglo de o(g)ro» pero originalmente nominé «Mis cuatro mujeres», dedicada a quienes me ofrecieron una educación inicial que repercutió a mi favor en la escuela.

Esa novela cuenta mi infancia temprana, hasta mi sexto grado; aunque agregué un colofón referido a mi regreso al país, cuando voy a ver a mi madre, luego de casi 20 años sin verla. Esta, ese día, invitó a la casa a otra de mis cuatro mujeres, aún con vida.

Una de esas mujeres, por supuesto, fue mi madre. Los recuerdos de niñez inician con una diáspora de la casa familiar que había adquirido mi abuela, situada en una zona casi rural de la ciudad de San Miguel. Adelina, con dos niñas y un niño (mayor de cinco años), se escapó de la casa fingiendo un paseo vespertino. No avisó a nadie que no regresaría a la casa familiar.

Fue mi primera diáspora, que incluyó a mi hermana de tres años y a otra de año y medio, que Adelina llevaba en brazos. Nos fuimos caminando desde la casa (5.ª calle poniente, que ahora lleva mi nombre. Aunque de esta nominación solamente sabe mi familia y un exalcalde migueleño, quien tuvo la gentileza de nominarla así en una fiesta de cachiporristas y desfiles con bandas de paz, pero continúa siendo la 5.ª calle porque el presupuesto no alcanzó para rotularla con mi nombre).

La fuga encubierta como paseo se dio caminando 100 metros por la calle Manlio Argueta, doblamos hacia la Calle de la Amargura (la 9.ª avenida sur), que no tiene nada que ver con el tema religioso. Dejo a la imaginación del porqué de esa nominación.

Una amiga de Adelina le había ofrecido un cuarto para pasar la noche, que se prolongó por tres meses más. Con esas limitaciones mágicas inició mi relación con la poesía; Adelina me decía poemas en la oscuridad rembrantiana del humilde cuarto. O nos dormía con canciones de cuna. En esas circunstancias yo ni siquiera conocía qué era un libro.

Días después la abuela llegó a ver a su hija y nietos, y al retirarse me llevó a la casa que habíamos abandonado. Me hacía falta jugar con los primos. En casa de la abuela comencé a interesarme por los números. La hierba crecía en la calle no transitada por vehículos. Me tiraba boca arriba con curiosidad de ver cómo aparecían las estrellas, y me dio por contarlas según aparecían antes de oscurecer. También mi abuela me ponía a darle 10 «patadas» imaginarias al volcán, cuando por razones de niñez campestre se me inflamaban los ganglios de la ingle. Así, estrellas y ganglios iniciaron mi otra vocación: los números, hasta llegar a adulto, pues para costear mis estudios de Derecho me certifiqué como profesor de Matemática, que con la poesía fortalecía mis dos vocaciones de niño.

Al morir mi abuela, Adelina –mi otra mujer– compró el derecho a sus hermanos, y pasó a ser mi casa de infancia. En estos tiempos está situada a 200 metros de un polo de desarrollo urbano: estadio, clínicas, tribunales y el mejor hotel de la ciudad.

Pero vuelvo a mi historia central y mis cuatro mujeres. Después de la firma de los Acuerdos de Paz, avisé a mi madre que iría a visitarla. Esta tomó la iniciativa de invitar a Herminia que yo no había visto desde mi infancia, mi tercera mujer que nos acompañó en las buenas y las malas. Ella se encargaba de cocinar para toda la familia, incluidos sus tres hijos; también satisfacía mis gustos gurmé. Me guisaba iguanas y tacuacines que por ser, como decía, una casa de medio rural, yo los cazaba por los alrededores o en el propio «solar» (patio grande). Los platos de cacería los departía con Herminia y sus hijos. Mi madre y mis hermanas los rechazaban.

La emoción de encontrar otra de mis mujeres, Herminia, fue doble: su hijo mayor, Miguel, con quien departí la niñez, la fue a dejar en carro; pero no quiso bajarse para verme. Mi madre me dio la noticia de que Herminia se había ganado la lotería, y eso había cambiado su situación de extrema pobreza. En esta posguerra fatal Miguel fue asesinado. Nunca volví a verlo.

Las etapas reales de mi vida han sido fundamentales para narrar historias de mis novelas, donde las mujeres con quienes he convivido en mi infancia me dan pie para darles voz.

Mi madre me dio la poesía y las novelas que había leído en su adolescencia. La abuela me dio las leyendas. Con Herminia aprendí la sabiduría de los humildes.

La cuarta mujer fue Chela, quien me despertó otras curiosidades literarias al contarme los cuentos de «Las mil y una noches», y las aventuras con sus novios; y describirme el Cadejo y el Cipitío que le salían en aquellas calles oscuras de camino a su casa. Lo mejor de ella: me contó algunas novelas ejemplares de Cervantes, y me cantaba los tangos de Gardel mientras hacía su trabajo. Me quedó el misterio de cómo una mujer sencilla, jornalera, pudo darme esa riqueza infantil. Chela ayudaba a mi madre en la elaboración de ropa para venderles a los campesinos que bajaban del volcán. Nunca la volví a ver. Toda su familia murió durante la guerra. Fue uno de mis grandes desconsuelos, pues siempre quise saber ese origen de hada mágica que alumbraba con literatura oral mis noches de oscuridades rembrantianas; porque carecíamos de las mínimas comodidades hogareñas: energía eléctrica ni agua potable, y menos libros. Mi cultura posterior de niño se alimentó de los periódicos desfasados que mi madre al ver mi afán por saber de cuentos y lecturas me los compraba por libras. Es así como esas cuatro mujeres han sido fuente de mis realizaciones literarias.

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