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Nuestra mejor opción

Desde hace años, varios sectores políticos se han empeñado en minimizar la historia y el profundo trauma que la guerra dejó en nuestra sociedad.

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Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. No valoramos lo que tenemos hasta que algo fuera de nuestro control o de nuestra imaginación, amenaza con esa pérdida.

Lo acontecido el pasado domingo 9 de febrero provocó en muchos de nosotros el escalofrío de los malos recuerdos, los de antes de la guerra. La imagen de los militares instalados en el Salón Azul de la Asamblea Legislativa, resucitó el temor de que volveríamos a los tiempos del militarismo y del autoritarismo, cuando los derechos humanos no existían y reclamar sobre ellos era una condena de muerte, literalmente. Fue el tiempo en que miles de compatriotas iniciaron la interminable diáspora que continúa hasta el día de hoy.

Sorprendió a muchos que el actual gobierno no hiciera ningún tipo de conmemoración oficial sobre los Acuerdos de Paz y el fin de la guerra el pasado 16 de enero. Desde hace años, varios sectores políticos se han empeñado en minimizar la historia y el profundo trauma que la guerra dejó en nuestra sociedad. Algunos insisten en que debe pasarse la página y olvidar los episodios más sangrientos y crueles de nuestro pasado. Pero olvidar la historia es conveniente únicamente para quienes buscan librarse de culpa o para quienes intentan restituir fórmulas ideológicas caducas. El desconocimiento de la historia y la idealización de algunos personajes o eventos, puede hacer creer a las nuevas generaciones que los antiguos métodos de gobierno siguen siendo los mejores para un país como el nuestro. Recordemos los desconcertantes resultados de una encuesta reciente en que la mayoría de los entrevistados opinaba que el país necesita de un régimen autoritario para solucionar nuestros problemas.

Los Acuerdos de Paz de El Salvador son mencionados con frecuencia, a nivel internacional, como un ejemplo de lo que se puede lograr cuando existe el diálogo. Y aunque muchos piensen que lo logrado fue muy poco, lo que se obtuvo fue la oportunidad de reconstruir un país a partir del establecimiento de una democracia legítima, una forma de gobierno que no habíamos conocido antes.

Uno de los más grandes errores de la política nacional es que se han partidarizado las ideologías. Pensar de una u otra manera se asocia a organizaciones y no a sistemas de pensamiento internacional.

Nuestros políticos están sordos y ciegos ante la verdadera raíz de nuestra problemática: la profunda desigualdad social. Ésta originó la guerra, no fue desmontada en los últimos 28 años y continúa presente en la base de nuestra violencia actual. Es comprensible que la población esté furiosa contra los políticos que sólo se preocupan por sus bolsillos y su propio bienestar, pero que cuando les resulta conveniente, saben hacer alianzas tácticas para alcanzar objetivos mezquinos, mientras el común de la gente sobrevive y muere en condiciones desesperadas.

Los eventos del 9 de febrero deben servir como una fuerte campanada de aviso para la sociedad en su conjunto. Nadie quiere ver fracasar al actual gobierno, porque desearlo es desear que todos fracasemos. Cuando un gobierno fracasa, todo el país sufre las consecuencias y las secuelas perduran durante años. Lo que estamos viviendo es el acumulado de varios gobiernos desastrosos.

No se puede gobernar pensando que «quien no está conmigo está contra mí». Es necesario comprender y aceptar que hay un amplio sector de nuestra sociedad que está profundamente defraudado del quehacer político y que no por eso es anti patriota o «enemigo». Es normal, necesario y saludable que exista una oposición. Hacer oposición es también una forma de construir y vigilar la salud de nuestra democracia, siempre y cuando esa oposición señale errores, sustentados en argumentos sólidos y no emocionales, y que sepa presentar alternativas que favorezcan a la mayoría de la población y no a un puñado de compinches partidarios, empresariales o familiares.

Amplios sectores sociales han acumulado durante años un profundo resentimiento y furia contra los políticos de todas las tendencias ideológicas, un resentimiento comprensible enraizado no sólo en el destape de todos los actos de corrupción sino también, y sobre todo, en el abandono en el que han dejado a los sectores más afectados por la violencia pandilleril, el desempleo, los pésimos salarios y el alto costo de la vida.

La tolerancia de las mayorías está llegando a límites peligrosos. Lo vivido aquel domingo demostró que nuestras instituciones todavía son enclenques. Pero no todo está perdido. Dichas instituciones pueden robustecerse, nutrirse y consolidar sus estructuras de manera que la separación de poderes garantice los contrapesos para impedir retrocesos en nuestra frágil democracia.

El temor de volver a un pasado atroz es razonable y comprensible. Este país ha sufrido y sufre demasiado todavía como consecuencia de ello. Mientras múltiples organismos y personalidades nacionales e internacionales han manifestado su preocupación por dichos sucesos, minimizar la gravedad de los acontecimientos del 9 de febrero demuestra insensibilidad y desconocimiento de la realidad. Si no le damos la importancia debida a lo ocurrido, nos podemos arrepentir de las consecuencias de nuestra indiferencia en un futuro cercano.

Nuestra democracia sigue en construcción. Nadie dijo que iba a ser fácil ni que iba a ser rápido alcanzarla. La impaciencia y la impulsividad son malos consejeros, tanto en la vida cotidiana como en el quehacer político. Sumadas al profundo resentimiento acumulado en la población, la impaciencia y la impulsividad pueden activar una bomba de tiempo con consecuencias desastrosas e incontrolables para todos.

Así como nuestros Acuerdos de Paz fueron ejemplares, así deberá y podrá ser la construcción y la consolidación de nuestra democracia. No sigamos siendo como Sísifo quien, a punto de llegar a la cima de una montaña empujando una piedra, se le cae y vuelve a rodar al fondo para comenzar otra vez con el mismo esfuerzo. Tenemos que continuar empujando la piedra de nuestra democracia y echar el hombro todos a través del diálogo, la tolerancia, la madurez política y el respeto.

Lo de Sísifo fue un castigo. Lo nuestro es una opción: la de no dejar caer nuestra democracia.

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