Gabinete Caligari

Los hermanos Romero

Mientras los veo dormir agotados después de jugar, pienso en tantos animales que viven en la calle, salvajes, sin garantía de sobrevivir el día, enfermos, con hambre.

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Una noche de enero se escucharon en la colonia maullidos de gato chiquito. Eran tan fuertes y afligidos que varios vecinos salimos a ver qué pasaba. Una gata callejera, que vive en el techo de unas casitas que están a la entrada de la colonia, había vuelto a parir. De alguna manera, uno de sus críos había llegado al pasaje. Estaba escondido entre unas macetas, en la acera de mi casa, maullando a todo pulmón. Su piel era atigrada en gris, con el pecho blanco. Tendría un par de meses de nacido.

Tres o cuatro vecinos nos apiadamos. Alguien asumió que era hembra. «Pobrecita la gatita», dijimos todos. Un par de personas le pusieron comida. Intentamos agarrarla, pero huía muerta de miedo. En los días siguientes, la gatita siguió maullando. De pronto aparecía la madre a darle teta. También aparecía el padre, un gato grande, blanco y con parches grises. Los tres se juntaban en las noches a jugar en mi parqueo. Poco a poco, la gente dejó de poner comida. Poco a poco, sus padres dejaron de llegar.

Agarré por costumbre dejarle en el jardincito de enfrente un cumbito con agua limpia. Cuando iba a cambiar el agua en las mañanas, la descubría dormida encima de un tronco redondo, despojo de una mata de huerta cortada. También se echaba en una maceta muy grande de la casa de enfrente, sobre el techo del carro de un vecino al que le presto mi cochera o en el filo de la ventana de la sala.

No he querido volver a tener animales desde 2011 cuando murió Loli, mi gata de 17 años. No quería volver a pasar por la tristeza y el vacío en la que nos deja la muerte de un animal querido. Pero ver a aquella gatita solitaria, enfrentada a los peligros del tráfico de la Panamericana (que tenemos a la orilla), los perros de la colonia y algún humano mata gatos, me hizo decidir agarrarla, mientras encontraba a quien regalarla. En mi casa correría menos riesgos. El asunto era capturarla.

Era huraña, salvaje y veloz. De solo ver a cualquiera, se escondía en un tubo de aguas lluvia que conecta con mi patio interno. No se dejaba tocar y si la mirabas demasiado, corría a esconderse. Empecé una tarea que no sé si definir como un acto de paciencia, perseverancia, disciplina u obstinación, pero me hice el propósito de ganarme su confianza.

Todos los días le daba comida. Todos los días me sentaba con ella un rato, sin hacer ni intento de agarrarla, para no asustarla más. Cada día iba acercando un poquito más el platito de comida a la puerta de mi casa, hasta que por fin lo puse adentro. La gatita se animaba a entrar, aunque huía a la calle a mi menor movimiento. Así es que ella comía y yo me sentaba a observarla, a distancia, sin moverme.

La animalita comenzó a quedarse adentro, primero dos horas, después cuatro, hasta que, al fin, se quedó del todo. La primera vez que pude acariciar su lomo, tres meses después, fue un triunfo. La acariciaba un par de veces y me mordía, suavecito, como para recordarme su rudeza, que era un animal de la calle. Pero le terminó gustando eso de los cariñitos. Ronroneaba.

La convivencia me permitió descubrir que en realidad no era hembra sino macho. No tuve duda que debía llamarse Orlando, como el personaje de la novela homónima de Virginia Woolf. Quien lea el libro, comprenderá el motivo.

Su madre era testigo de lo bien que se había puesto su crío. A veces me pedía comida y yo se la daba. Quería ganármela para ver si era posible esterilizarla y que deje de parir tanto. Ya tenía otra camada, en el techo de las casitas de enfrente. Eran dos. Podía verlos desde la ventana de mi baño. Uno de ellos me pareció gracioso porque tenía la nariz negra, en la parte blanco y gris de su carita.

Un domingo, los dos nuevos críos aparecieron en mi jardincito de enfrente. La madre gata, nada tonta, me los fue a dejar. Sabía que quedaban en buenas manos. Para Orlando, tener la compañía de sus hermanitos fue un evento jubiloso. Jugaban como desquiciados. Orlando se tiró a la calle de nuevo, con los chiquitos. Un día, uno de los nuevos desapareció. Quedó el de la nariz negra. Lo llamé Carboncito, porque tiene cara y cuerpo de que entró en un saco de carbón y salió entilado.

Orlando jaló a Carboncito dentro de la casa, lo que me pareció bien para que no corrieran peligro afuera. Estaba ya hablando con un par de gentes, a ver si los regalaba, pero al verlos jugar y lo inseparables que se habían tornado, decidí quedarme con los dos.

Carboncito vivía en casa, pero no se dejaba agarrar. Con los días, al verme acariciar a Orlando, fue tomando confianza también. Por fin, un par de meses después, se ha hecho más querendón que su hermano.

Parte de su salvaje rutina de juegos ocurre en el jardincito interior. Destruyeron la sábila, los helechos, el papiro y una maceta de begonias. Corren por el jardín y los cuartos, suben y bajan las gradas a la velocidad de un par de caballos disputándose un derbi.

Una tarde, después de sus juegos, abracé a Carboncito. Olía maravilloso, pero no distinguía el olor. Hundí mi nariz en su pelo y me di cuenta que se había frotado contra mi plantita de romero. Ahí se ganó el apellido, Carboncito Romero. Y así fue como surgieron los hermanos Romero.

Mientras los veo dormir, agotados, después de jugar, pienso en tantos animales que viven en la calle, salvajes, sin garantía de sobrevivir el día, enfermos, con hambre, donde los riesgos son permanentes y donde los humanos somos un peligro mortal. Aunque de pronto también hay gente corazón de pollo que, para un par de animalitos, podemos llegar a representar la diferencia entre la vida y la muerte.

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