Gabinete Caligari

La cuarentena de la cultura

¿Para qué sirve el arte si no puede, entre otras cosas, ser refugio o bastón sobre el cual apoyarse?

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Comenzó de manera imperceptible. Debido a la emergencia del coronavirus, se empezaron a cancelar numerosos eventos públicos para evitar aglomeraciones y limitar el contagio. Teatros, cines, festivales, conciertos, museos, librerías fueron de los primeros afectados, muchos con cierres indefinidos y postergación o cancelación de eventos.

Algunos músicos decidieron hacer algo para compensar al público que ya había comprado sus boletos. Comenzaron a transmitir por internet conciertos desde los teatros vacíos. A medida que la emergencia se intensificó y que la cuarentena domiciliar se incrementó, más músicos realizaron transmisiones similares desde sus propios confinamientos.

A los museos se les ocurrió entonces abrir de forma gratuita y general los contenidos por suscripción de sus páginas web. Algunos escritores regalaron sus libros en formato electrónico. Las librerías, aunque cerradas, ponían a disposición envíos domiciliares de libros.

Súbitamente, hay una gran avalancha cultural disponible de forma gratuita para millones de personas alrededor del mundo que, encerradas en sus casas y sin saber bien en qué ocupar tanto tiempo libre inesperado, encuentran una reconfortante fuente de distracción en películas, libros, música, teatro, series, juegos, etc.

Sin duda, la intención inicial de todos estos artistas e instituciones es generosa. Para muchos, hay una sensación de deber. ¿Para qué sirve el arte si no puede, entre otras cosas, ser refugio o bastón sobre el cual apoyarse? Distraerse, evadir un poco la realidad, sumergirse en otras imaginaciones son reacciones humanas necesarias para mantener la cordura en un momento de mucha angustia. Es un gesto desinteresado y humano, el de querer ayudar a otros, a darles ánimo. Mientras el mundo es todo incertidumbre, queda la certeza de que el ser humano también es capaz de crear belleza.

Trato de imaginar a los encuarentenados del mundo viendo todo ese material y leyendo todos esos libros. Temo que hasta puedan sufrir el Síndrome de Stendhal, un empacho ante la excesiva exposición de belleza artística. En el peor de los casos, quizás no todos disfrutarán esta sobre oferta, ya que como colectivo estamos viviendo una forma de duelo, que se suma a una comprensible preocupación. No todos tenemos la concentración o disposición de ánimo como para sentarnos a leer o escuchar música con serenidad.

La paralización de las diversas estructuras culturales supone un problema económico gravísimo para millones de personas, cuyos trabajos o empresas dependen de los servicios derivados de dicho segmento y que ahora se miran afectados. En la cadena de producción y distribución del libro, por ejemplo, las editoriales independientes y las librerías más pequeñas, se proyectan como los sectores más afectados. Eso sin mencionar a los escritores, quienes solemos sobrevivir de oficios relacionados con el sector editorial. Para los artistas, las presentaciones públicas (en conciertos o representaciones teatrales, por ejemplo,) suponen la mayor parte de sus ingresos económicos. También debe señalarse que dicho sector, por la naturaleza de su trabajo, pocas veces tiene garantizado un seguro médico o una pensión para los de mayor edad.

En años recientes, la inversión estatal e institucional a la cultura ha sido disminuida, de manera notoria, alrededor del mundo. Notoria es también la reducción de las carreras humanísticas en muchas universidades. Hay gobiernos que se complacen en decir que la cultura no es prioritaria frente a los acostumbrados «problemas urgentes», ya de todos conocidos, y han hecho reducciones drásticas a sus presupuestos.

La coyuntura actual supone un mal augurio para las industrias culturales. El Consejo de Cultura Alemán, por ejemplo, advirtió hace pocos días que numerosos cines, teatros, clubes y galerías de arte podrán caer en bancarrota, a pesar de los paquetes de ayuda que recibirán del gobierno. Este panorama se repite prácticamente en todos los países, donde por el momento resulta impredecible saber cuándo se retornará a una forma de normalidad, que permita cobrar taquilla por sus eventos. Las afectaciones económicas generales afectarán también la capacidad de gasto del ciudadano común. Comprar un libro o pagar entradas para un concierto será un lujo inaccesible para quienes pierdan sus empleos, como resultado de una crisis que ya manifiesta síntomas preocupantes.

El coronavirus es la emergencia más grande que nos ha tocado vivir como humanidad desde la 2ª Guerra Mundial. Los contagios se aceleran y pese a las cuarentenas (que sólo sirven para evitar la enfermedad, pero no para adquirir inmunidad), no tenemos idea de cómo el virus vaya a comportarse a futuro. Algunos expertos indican que se verán rebrotes anuales y que tendremos que aprender a convivir con dicha realidad.

Estamos viviendo semanas de mucha tensión, donde las angustias son múltiples, ya que trascienden lo estrictamente sanitario. Sin duda alguna, los diferentes productos culturales a los que hemos tenido acceso han sido útiles y necesarios para distraernos y evadir un poco la incertidumbre que este escenario tan complejo nos plantea.

Quizás ahora comprendamos que sumergirse en un libro, en una película, en una sinfonía o en otras manifestaciones del arte nos ayuda a sobrellevar no sólo estos momentos de angustia colectiva, sino también las crisis y soledades personales. Quizás esta situación nos ayude a comprender que el arte, en todas sus manifestaciones, nos hace sentir acompañados y nos ayuda a mantener la fortaleza emocional que necesitamos para poder superar etapas como la actual.

Ojalá que esta experiencia nos permita valorar y comprender cuál es la función del arte y de la literatura en la sociedad y en nuestras vidas. Es una función que se suele subestimar y hasta despreciar en épocas normales, porque damos por hecho que siempre tendremos cultura disponible. Ojalá lo recordemos cuando los artistas comencemos a pasar el sombrero para seguir sobreviviendo. Ojalá lo recordemos cuando retomemos alguna forma de cotidianidad y cuando gobiernos y financistas redistribuyan los presupuestos de cultura, sean estatales o de instituciones privadas.

Ojalá que los presupuestos culturales (y también los de salud, educación y ciencias) dejen de ser los primeros sacrificados en tiempos de crisis y que, por el contrario, reciban incrementos sustanciales que reflejen el reconocimiento de nuestras sociedades a su ilimitada importancia y valor.

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