Gabinete Caligari

La batalla del perdón

Quizás si nos tomáramos el tiempo, si realizáramos esa tarea de hablar, de contarnos la guerra, podríamos comprendernos mejor y encontrar soluciones para ese permanente estado de agresividad.

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El documental «La batalla del volcán», del director mexicano-salvadoreño Julio López Fernández, reúne a excombatientes y exsoldados que tomaron parte en la ofensiva guerrillera Hasta el Tope, en noviembre de 1989. Casi 30 años después, revisitan los lugares de los combates en los que participaron y comparten su testimonio sobre aquellos días.

López, nacido en México en 1981, de padre guatemalteco y madre salvadoreña, sintió la fuerte necesidad de comprender qué fue lo que pasó durante la guerra civil de los años ochenta y cuya onda expansiva nos sigue afectando de múltiples maneras. El resultado ha sido este documental de 93 minutos que combina testimonios y material fílmico inédito, facilitado por el periodista mexicano Epigmenio Ibarra, quien cubrió los eventos salvadoreños de aquella década.

«La batalla del volcán» ha sido exhibida durante seis semanas en una de las cadenas de cine del país, a sala llena. Que una producción de este tipo se mantenga tanto tiempo en cartelera es de por sí un suceso. El boca a boca ha sido, sin duda, la mejor forma de propaganda para este documental de mucha calidad, que logra comprimir en poco tiempo una operación militar compleja y explicar el contexto del momento, de una manera sucinta pero comprensible.

La necesidad que tenemos los salvadoreños de hablar, no solo sobre la ofensiva, sino sobre todo el tiempo de la guerra, quedó evidenciada a raíz de las entrevistas concedidas por López como parte de la campaña de promoción del documental. Cuando Julio se presentó en un popular programa matutino de radio, los presentadores no tuvieron el suficiente tiempo para compartir la avalancha de mensajes enviados por los escuchas. Es lo mismo que vemos ocurrir cada año, cuando se produce el correspondiente aniversario. La gente que lo vivió está ávida de hablar.

Hay muchos aciertos en el documental que permiten que ese diálogo aflore. Quienes participan y dan testimonio no pertenecen a las altas jerarquías ni de la guerrilla ni del ejército. No aparece nadie cuyo rostro haya sido quemado en el ejercicio político de los últimos años. Se trata de combatientes comunes, que sin recurrir al lenguaje panfletario o a la retórica partidista, comparten sus recuerdos e impresiones. No son escenificaciones coreografiadas, sino explicaciones y anécdotas que van surgiendo a medida que el cineasta pregunta detalles a los sujetos en cuestión.

Hay silencios que todavía carga nuestra sociedad, que todavía nos agobian. Hay palabras, recuerdos y sentimientos que todavía andamos atorados entre el pecho y la garganta. Que mucho de lo vivido durante la ofensiva nunca fue hablado, queda de manifiesto cuando un hombre cuenta cómo se refugiaron en uno de los cuartos de su casa, tapando las ventanas con colchones, para poder proteger a su familia de los tiros que volaban a diestra y siniestra. «Nunca he hablado de estas cosas», dice en algún momento, acompañado de su joven hija, quien todavía se conmociona al compartir sus propias impresiones.

La guerra, como he dicho en columnas anteriores, es un trauma social de dimensiones profundas, un tipo de evento que cala hasta la raíz, no solo de la sociedad misma, sino de cada uno de sus individuos. Las afectaciones son comunes, incluso para quienes dicen no haber participado en nada. El simple hecho de haber vivido ese tiempo, de sufrir los apagones, de leer una prensa censurada, de escuchar a escondidas las radios clandestinas de la guerrilla (porque era la única manera de saber lo que estaba pasando), de salir del país por amenazas, de transitar por carreteras reventadas y no saber si se volvía con vida a casa, todos esos y muchos más eventos, grandes o pequeños, son las formas en que la guerra se convirtió en nuestra normalidad durante una docena de años.

Uno de los militares entrevistados señalaba la falta absoluta de programas de salud mental para los desmovilizados de la guerra. El tiempo ha demostrado que fue una omisión imperdonable. Todo el trauma y el dolor que viene acumulando la sociedad salvadoreña, como una bola de nieve que no para de crecer, viene también de aquellos eventos no resueltos y no atendidos, e ignorados por el común de la gente.

Hubo quienes, cuando la guerra, escogieron su camino (asumiendo con anticipación su posible desenlace) y hubo quienes nada más vieron las cosas ocurrir, tratando de continuar sus vidas de la mejor manera posible, con la guerra como telón de fondo, con el ruido de los helicópteros y las balas como parte de su «soundtrack» oficial. Pero es irreal esperar perdón y olvido en la sociedad si no hay antes reconocimiento y aceptación de la verdad. Si el ofensor no escucha al ofendido, si la ofensa no es reconocida y la responsabilidad no es aceptada. Sin ello será difícil reconciliar el país. En ese sentido, este documental provoca reacciones valiosas en la memoria individual y en la conversación colectiva.

Hay cientos, miles de historias sobre nuestro pasado que todavía no se han contado y que merecen nuestra atención. «La batalla del volcán» es por ello un detonante valioso para comenzar un diálogo que se ha relegado durante demasiado tiempo para romper silencios y para aliviar heridas de la guerra, pendientes todavía de atención.

Hay una batalla que todavía nos falta dar: la batalla del perdón. Quizás si nos tomáramos el tiempo, si realizáramos esa tarea de hablar, de contarnos la guerra, podríamos comprendernos mejor y encontrar soluciones para ese permanente estado de agresividad en el que vivimos y que manifestamos, en el día a día.

La buena noticia es que se puede iniciar en el entorno inmediato. Comencemos a dialogar entre nosotros, entre familia, amigos, conocidos y compañeros de trabajo. Comencemos un diálogo intergeneracional. Compartamos historias, hagamos preguntas, escuchemos. Hagamos un intento franco por comprender, sin juzgar. Saquemos nuestras propias conclusiones. Pero no dejemos que el silencio y el miedo borren o distorsionen un evento trascendental de la historia salvadoreña, que a futuro será clave para comprender muchos asuntos de nuestra modernidad.

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