Escribiviendo

El valioso silencio de Francisco Gavidia

¿Por qué, entonces, nuestro poeta salvadoreño se había cobijado en el silencio de la palabra escrita cuando, por su poder, podía sonar como un aullido mostrando su presencia?

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Me une con Francisco Gavidia varias circunstancias formales de la vida: ambos somos de San Miguel, y nacimos en la misma calle, apenas separadas las casas por tres cuadras. Algo más, Gavidia tuvo récord como director de la Biblioteca Nacional (13 años); en esto ya lo superé pues, pronto, si Dios es grande, como decía mi madre, cumpliré 20 años como director de la misma entidad; también ambos terminamos los estudios de Leyes, aunque nunca la ejercimos; y los dos tuvimos un padre abogado.

Aunque de don Chico Gavidia se ha escrito mucho en el pasado, me sentí confundido cuando estaba en proceso de escribir mi novela «Los poetas del mal». Esta obra de sana ironía trata de la palabra y la vida. Por eso pensé en Francisco Gavidia y en su sello más resaltante del que se nos hablaba desde niños en el sistema escolar. Me refiero a su relación con el poeta nicaragüense Rubén Darío, un hecho que más parecía una leyenda. Sin embargo, en la obra «Autobiografía», del nicaragüense, descubrí que dicha leyenda era una realidad.

En ese proceso de escribir mi libro mencionado, referido a los males que se nos atribuyen a los escritores de poemas, más por la incomprensión del receptor que por la palabra transformada, me hice la pregunta relativa al silencio del humanista por antonomasia de El Salvador. Mi respuesta afectaba a Gavidia, porque, hasta entonces, desconocía el origen de ese silencio y aislamiento (tomar nota: sin información no hay conocimiento).

No desconocía que ambos eran casi de la misma edad (dos años mayor el salvadoreño que el nicaragüense); pero, además, Gavidia murió a los 92 años (1955); y Darío, su maestro inicial, falleció a los 49 años (1916). ¿Por qué, entonces, nuestro poeta salvadoreño se había cobijado en el silencio de la palabra escrita cuando, por su poder, podía sonar como un aullido mostrando su presencia? Mientras el nicaragüense optó por gritar a un auditorio universal.

Cuando los dos eran muy jóvenes, de visita el nicaragüense en San Salvador, su amigo salvadoreño le hizo ver al visitante adolescente las nuevas métricas y la musicalidad poética, algo que los españoles no habían descubierto, pese a su gran canon literario. Darío se adelantó para mostrar la renovación poética de nuestro idioma, mientras su maestro se encerraba en sus sabias palabras.

Francisco Gavidia había recibido al poeta nicaragüense de visita en El Salvador, cuando este tenía 17 años, y Darío se encontró con un estudioso de 20 años. En esa ocasión el salvadoreño señaló al nicaragüense la ruta para una nueva poesía.

Ante eso, pensé que el descubridor se había distanciado del territorio descubierto, mientras el nicaragüense salió en búsqueda de los territorios mundiales de la literatura.

«Tienes que salir de estas tierra» –a Chile, sugirió el general y poeta Juan José Cañas. El joven Darío, pobre de bienes, abandonado por padre y madre, a diferencia de Gavidia, de padres terratenientes, le respondió a Cañas: «¿Pero, general, cómo me voy a ir a Chile si no tengo recursos?» Su consejero respondió: «Vete a nado aunque te ahogues en el camino» (Darío. 1983. «Autobiografía». pág. 34). Y luego reconoce como maestro a Gavidia, «el primero que ensayara en castellano la métrica francesa, pues dominaba muy bien el idioma francés». «De ese modo, de la lectura de los alejandrinos franceses (de Víctor Hugo) surgió en mí la idea de renovar la métrica», continúa Darío… (op. cit. pág. 47).

Darío era poeta, pero también de relevantes creaciones en prosa. Mi duda al escribir sobre Gavidia surgió del hecho de que este había vivido 41 años más que Darío, quien solo tuvo educación formal hasta cuarto grado. Por lo contrario, Gavidia fue un gran estudioso, vivía en su biblioteca escribiendo historia, poesía, narraciones, periodismo, filósofo, dramaturgo, además de manejar varios idiomas: francés, alemán, inglés, italiano, portugués, hebreo, latín y griego.

En fin, Gavidia pasó una odisea de su genio, como dicen en su obra asociada Roberto Armijo y Pepe Rodríguez Ruiz («Francisco Gavidia, la odisea de su genio». 1965). ¿Fue acaso su silencio y soledad la ruta de su odisea? Lo que no ocurrió con Darío, quien clamó por un lugar a su poesía haciéndose acompañar aun de quienes no creían en él, comenzando por escapar de Centroamérica, como le sugirió el general Juan José Cañas.

Fue ese silencio y encierro incomprensibles lo que quise expresar en «Los poetas del mal», lo cual calificaba como una aventura sumisa a las penas y dificultades adversas, comprensibles para países poco abiertos al pensamiento de la época. Porque la literatura, las expresiones culturales, poco audibles, hay que gritarlas para que surtan los efectos necesarios e incidan en el desarrollo social. En ese proceso de escribir mi novela, escuché una conferencia de Carlos Cañas Dinarte que me hizo cambiar la valoración que ya había escrito sobre Gavidia. Entonces, reparé los motivos del silencio y del encierro, comprendí las grandes dificultades para enfrentarse a una vida que está en todas partes, y para él solo estaba su buró de escritor.

Explico mejor mi revaloración: en «Autobiografía» (pág. 47) el poeta Darío escribió que «sucedió que recién llegado a París (Gavidia de 22 años) oyó que las aguas del río, los árboles de la orilla, las piedras de los puentes, toda la naturaleza circundante gritaban… e incontinente se arrojó al río (el Sena), afortunadamente, alguien lo vio y pudo salvarlo». Gavidia explicó después que lo hizo después de leer una noticia que se condenaba a muerte a un inocente.

Sobre esto el periodista Óscar Girón, (septiembre de 2001) al hacerle entrevista a un nieto de Gavidia le confirmó que su amado abuelo sufría alucinaciones, porque joven sufrió un conato de derrame cerebral. Esto obligó a Gavidia a retirarse de las letras cuando tenía 21 años. Desde entonces, optó por un silencio para hablar con las letras. Un silencio que grita para romper los muros del tiempo y de la indiferencia.

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