Gabinete Caligari

Diario de pandemia

Esta vida de pandemia cambia rápido. En cualquier momento, todo puede paralizarse. No sé si tendrá sentido escribir esto, describir este momento.

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Hoy se decretó alerta roja. El país está en emergencia. Es cuestión de tiempo que el virus nos alcance. Desde hace varios días sigo las noticias al respecto. Me preocupo. Trato de no leer mucho sobre el asunto para que no me de ansiedad, pero al mismo tiempo, quiero estar informada. Hay muchas historias, muchas contradicciones y pocas certezas.

Un par de días antes hice mi compra normal de la quincena. No estoy preparada económicamente para hacer compras imprevistas, para hacer una reserva de comida que dure, por lo menos, un mes. Deberé sobrevivir con lo que tengo. Debo confiar en que seguirá habiendo alimentos y que no me contagiaré cuando salga a comprarlos. Ando muy consciente de cómo evitar tocar los objetos que han pasado por varias manos.

Sensación de vulnerabilidad o desventaja ante los demás. Me preocupa enfermar y quedar a mi suerte. El sistema de salud que tenemos no da abasto en una situación normal; mucho menos si existiera una epidemia, con un virus para el cual no hay vacuna ni tratamiento específico. Por hoy no sabemos a dónde ir y sólo tenemos un número de teléfono al cual llamar.

Toda información viene en tono de forzado optimismo, de condescendencia, con frases de cajón o con juicios de valor negativos y agresivos. El miedo saca lo peor de algunos. Hay gente mezquina que aprovecha para hacer negocio con la necesidad ajena. Gente que sigue ventilando sus discordias y fanatismos políticos. Hay gente que no sabe guardar su veneno ni en las peores circunstancias. También hay gente que, con un pequeño gesto (una mirada, una sonrisa, una palabra), te devuelve algo de fe. La conciencia de la mortalidad propia nos hace humildes.

Ciudades de España e Italia cierran sus negocios, se minimiza la actividad. En El Salvador todo sigue bastante normal. La gente confunde cuarentena o encierro en casa con vacaciones improvisadas. La carretera al Puerto está rebalsando de vehículos. Trabajo en casa desde hace casi dos décadas, así es que estar encerrada no se me hace difícil. Para mí es como si fuera un día más.

Vivo en una sensación de irrealidad. Me siento caminando en los escenarios imaginarios que tenía en mi mente cuando leí ciertos libros. Ensayo sobre la ceguera. La peste. Guerra Mundial Z. Es como si nuestras ficciones nos hubieran alcanzado. 1984. Un mundo feliz. Vivo esta realidad con la sensación permanente de que esta historia ya la leí, ya la conozco. Acaso por eso mi desasosiego. En esas novelas futuristas, que casi siempre retratan de manera brutal nuestro presente, ni los héroes se salvan. Soy leyenda.

Espero el momento en que tengamos que estar encerrados todos. Imagino escenas de pleitos por comida, como ya se da en algunas ciudades, como si esto fuera el apocalipsis. No lo puedo evitar. Soy escritora. Imaginar es mi trabajo. Imagino escenarios trágicos y cómicos. Hasta en la tragedia hay que saber reír. Nos perderíamos a nosotros mismos, como humanos, si olvidamos que aún en la desgracia es necesario reír. Saber que los otros están sintiendo la misma angustia, aunque no lo digan en voz alta. Nos preocupamos. Nos preguntamos cosas. Nos hacemos los fuertes. Se confía en lo invisible, en lo mágico, en la suerte. El ego trata de convencernos de que a nosotros no nos pasará nada.

Leo la historia de una pareja, ambos mayores de 80 años, en el parqueo de un supermercado en los Estados Unidos. Desde su carro llaman a una mujer. Desde la ranura de la ventanilla bajada al 25 %, le dan a la mujer un billete de 100 dólares y una lista de cosas a comprar. La pareja tiene miedo de entrar y contagiarse, pero necesitan comida y no tienen a quien pedir ayuda.

Leo la historia de Luca Franzese, un actor italiano que subió a las redes un video. Estaba con el cadáver de su hermana muerta, posiblemente por el coronavirus, pero las autoridades no llegaban a recoger el cuerpo y el hombre, triste y desesperado, no sabía qué hacer ni a quién pedir ayuda.

Veo videos de gente cantando su himno nacional en los balcones de Italia y bailando La Macarena en los balcones de Madrid, para darse ánimo, para divertirse un momento. Veo a un pianista clásico tocando en vivo, en internet. Veo las páginas electrónicas de los museos abrir sus colecciones, gratis.

Me causa escalofrío releer algo que escribí, antes del año 2000, en uno de mis cuentos llamado «Días del fin»: «Hay ataques de histeria en masa y la gente se abalanza hacia los comercios para abastecerse de alimentos. Los mercados económicos se tambalean y la perspectiva de lo que pasará con la economía mundial ante la súbita desaparición del mercado europeo, uno de los más fuertes del mundo, es impredecible. Los fanáticos religiosos se paran en las esquinas de las calles a predicar el tan afamado fin del mundo y a llamar a los ateos y pecadores al arrepentimiento y la conversión».

Esta vida de pandemia cambia rápido. En cualquier momento, todo puede paralizarse. No sé si tendrá sentido escribir esto, describir este momento. Escribo a sabiendas de que el ahora puede quedar desfasado en cuestión de minutos. Esta crónica sólo puede tomarse como escritura en caliente, una pieza para reconstruir la memoria del presente. Es quizás lo único que puedo hacer, registrar testimonio.

Es el tiempo en que los gestos valen más que las palabras. El contacto humano normal está alterado. Nos miramos con angustia, con afecto, con comprensión, a un metro de distancia o por videochat. Las miradas durarán lo que duran en las peores escenas de las telenovelas mexicanas.

Pienso en quienes están solos. En momentos como estos, la soledad se siente más pesada. Más dura. Más estrepitosa. Es el tiempo en que los afectos nos dan fuerza. Privilegiados quienes tienen los suyos a su lado.

Maldito virus que me impide abrazarte con todas mis fuerzas cuando más lo necesito para sobrevivir, amor mío.

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