Escribiviendo

Cuentos de camino real y otras experiencias

Las fantasías de infancia nos hacían inventar los temas que pedíamos a nuestro amigo narrador, y él era toda una antología imaginaria de cuentos, que le permitía ganar seis centavos por las noches.

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En mi pequeña infancia, entre seis y siete años, ante carencias de libro, tuve un amigo narrador de cuentos de apenas diez años. Había, además, otro amigo de mi edad que podía obtener dinero de la tienda («gavetazo») de su madre para pagar un centavo de colón al amigo mayor por cada tres cuentos contados, toda vez la narración tuviera los temas que le pedíamos: «Queremos un cuento sobre un gato negro en la oscuridad». O le pedíamos de chistes colorados, o de espantos. El narrador se inventaba o recreaba el cuento, entre otros los de Pedro Urdemales, una picaresca que proviene de la edad media; o cuentos de Quevedo (¿de dónde diablos salían esos cuentos de picardía chabacana que lo homologaba a Urdemales?). Pero nuestro amigo de diez años tenía agilidad para hacer de su ingenio un medio para ganarse unos centavos.

El niño contador de cuentos se llamaba Alfredo Sánchez, de los primeros emigrantes que conocí. Siendo adolescente partió Guatemala en búsqueda de trabajo. El niño «gavetero» era Leonel quien ya no está es este mundo. Y, de mi parte, me separé de ellos para ir a «rodar tierra» por los barrios de San Miguel, alquilando una u otra casa. Poco supe de ellos en nuestra vida de adolescencia y adultez.

Las fantasías de infancia nos hacían inventar los temas que pedíamos a nuestro amigo narrador, y él era toda una antología imaginaria de cuentos, que le permitía ganar seis centavos por las noches. Los tres bañados por el polvo de las estrellas, (así le decíamos a la luz estelar que iluminaba los techos de tejas de la ciudad de colonial). La tienda de la madre de Leonel Estrada era nuestro banco saqueado por su hijo para poder pagar a Alfredo.

Nunca los olvidé. Quizás fueron ellos, uno por pagar, y el otro por contar fantasías del pequeño mundo que nos rodeaba, los que me fortalecieron a edad temprana de cultura marginal, que se logra más por lo vivido que por lo leído, una forma de encontrarse con la cultura de la realidad, contactando personas, ciudades, experiencias, deslumbramientos, emociones, y golpes de la cotidianidad. Ahí donde se esconden valores de alto contenido humano. Es de donde «surgen la bellezas del arte»: el poema, la pintura, la música. Y en especial el teatro de nuestra vidas que «van a dar al mar/ que es el morir;/ ahí van los señoríos/ …ahí los ríos caudales/ ahí los otros medianos/ y los chicos/ …los que viven por sus manos y los ricos. («Elegía a mi Padre», Jorge Manrique -1440-1479- traducción libre del español antiguo, que me influyó en mi poesía temprana).

Aquellos cuentos de cipotes en San Miguel, fueron claves para apropiarse de una vocación. Y «rodé tierra», ahora más distante, por propia voluntad o en contra de ella, ausente más de 25 años fuera de la patria natal, en realidades propias del tercer mundo. Algunos ganan, otros pierden, incluso la vida. De mi parte, tuve el privilegio de la nostalgia que me hizo aprovechar las fantasías de aquella infancia o juventud para usarla en mi poesía o narrativa. Una semilla sembrada en un barrio de San Miguel, bajo el polvo luminoso de las estrellas.

En ese rodar de tierras distantes, me encontré con un amigo compatriota, (¿dónde estarás ahora, Paco?). Abogado inteligente, peleador, desde su adolescencia había viajado con su padre, un diplomático de las alturas. En un encuentro que tuvimos hablamos de ciudades, las que nos habían impresionado. Le mencioné las primeras que me vinieron a la mente, pensé sobre todo en su arquitectura: Brujas, Amsterdam. Le pregunté a él, como viajero, cuál era su ciudad favorita. Sorpresa. Pensó un poco y me dijo: San Miguel. Este detalle al parecer simple volvió a fortalecerme para escribir dos novelas que llevaba en mente: «Siglo de O(g)ro» y «Milagro de la Paz». Descubrí la energía creativa de apreciar el pequeño mundo, con valores suficientes para homologarlos con expresiones culturales del gran mundo. Porque la globalidad cultural no admite diferencias. Resulta igual dar un conversatorio en Oxford, en Stanford, Boston o Estocolmo, u ofrecerla en el humilde cantón llamado Loma del Muerto, en Sonsonate, siempre hay un gran estímulo proveniente de niños y niñas de cuarto grado. Para un escritor, o trabajador de cultura, comparecer allá o aquí tiene igual trascendencia en la búsqueda del desarrollo humano.

A ese propósito detecté en visitas al área de Maryland, Virginia y el D.C., que muchos compatriotas quisieran seguir siendo salvadoreños, «a la salvadoreña». Algunos tienen aves domésticas en sus apartamentos, donde los cacareos de los gallos a las cuatro de la mañana parecen ruido terrorífico. O bien, venden «minutas» (o «raspados») en Langley Park, y piña y sandía tasajeada. Ese encontronazo cultural lleva a cambios evidentes, nosotros ya no somos los mismos. Sabemos del respeto a los valores étnicos, a los derechos de la mujer, y a las opciones sexuales. La inteligencia natural de nuestra gente ha pasado por tantos hitos trágicos que hacen fácil el aprendizaje, si se cumplen normas de «donde quiera que fueres, haz lo que vieres». Hay que aprender de lo que asombra y enternece.

Pero, entonces, hubo un 11 de septiembre de 2001. Los Estados Unidos, donde emigra la mayor parte de nuestra gente, ya no es lo mismo. La destrucción de sus torres emblemáticas produjo cambios en la emotividad nacional que trascendió a la vida pública. Los impactos emotivos superan la voluntad institucional.

Describo una escena que ya no veré: temprano por la mañana, algunos duermen en el suelo en una clínica comunal; otros están sentados en el suelo, descansan a la sombra de un árbol, esperan a ser llamados para un trabajo, son las personas humildes que logran sobrevivir sin documentos. Nuestra gente que dejamos a la buena de Dios. Los tristes más tristes del mundo, nuestros compatriotas y hermanos, como dice Roque Dalton. Grabadas en piedras sus tragedias, buscan un salvavidas ante los vacíos de una patria que no pudo abrazarlos.

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