Gabinete Caligari

Cuando la realidad destruye una ficción

Ella viviría encerrada en un apartamento con su hijo. Él sería el único que tendría posibilidad de salir, debido a que las personas mayores de 45 años estarían vedadas de andar en la calle.

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Desde hace un par de años venía trabajando una idea para una nueva novela. No tenía definidos muchos elementos, pero sí el escenario y un par de personajes. Ocurriría en una ciudad y en un tiempo indeterminados, donde las personas se comunicarían por medios electrónicos. Cuando salieran a la calle, no hablarían, ni siquiera harían contacto visual entre sí, porque no habría necesidad ni interés en ello. El contacto humano estaría desestimulado por un estado opresor e hiper vigilante, que sancionaría toda subjetividad de los seres humanos, en particular conceptos como la amistad o el amor.

Mis dos personajes centrales serían una mujer de 50 y tantos años y su hijo de 30. Ella viviría encerrada en un apartamento con su hijo. Él sería el único que tendría posibilidad de salir, debido a que las personas mayores de 45 años estarían vedadas de andar en la calle y de tener ningún tipo de participación social. En dicha sociedad, al llegar a cierta edad, las personas debían «desaparecer» del cuadro. Se estimularía el suicidio y la eutanasia, para no tener que mantener a los mayores. Los jóvenes estarían claros de que, llegados a los 40, tendrían que ir pensando en maneras de ejecutar su propio exterminio o llevar una vida clandestina, como la mujer de mi historia, quien era mantenida oculta por su hijo. Estar vivo después de los 50 sería pura subversión.

Había muchos detalles que me faltaba completar. Sobre todo, tenía que afinar la historia de manera que no pareciera una copia mediocre de 1984 de George Orwell. Mi motivación para esta trama surgió a partir de dos inquietudes personales: la amenaza de la hipervigilancia a la que nos tienen sometidos mediante los recursos tecnológicos y las discriminaciones de diversa índole que sufrimos las personas a partir de los 40 años.

En eso comenzó el asunto de la pandemia. Se impuso la cuarentena en el mundo. El contacto físico se desestimula o limita; el uso de las mascarillas y guantes se obliga como medida de protección al interactuar fuera de casa; las personas mayores se suponen de más alto riesgo y se inventaron aplicaciones que sirven para realizar una bio vigilancia de las personas.

En China, Corea del Sur, España, Alemania e Italia, se han impulsado estas aplicaciones con un disuasivo discurso que involucra el bien común y personal. Usted, como usuario de la aplicación, puede ser advertido de la presencia de infectados con el virus, de mantener la distancia preventiva de por lo menos metro y medio entre personas y de vigilar sus propios síntomas mediante una especie de tele consulta, que sirve para descongestionar los servicios de salud y evitar que el usuario se mueva de su lugar de cuarentena. La aplicación también rastrea todo movimiento del usuario, lo que permite verificar si está cumpliendo su encierro y saber en qué lugares de posible contagio estuvo presente.

Dichas aplicaciones plantean varios problemas éticos y de derechos humanos. No se trata sólo del rastreo permanente del usuario, sino también de la disposición estatal sobre lo considerado como información privada, es decir, nuestros datos de salud. Nuestra temperatura corporal, alergias, medicamentos que tomamos y condiciones médicas pre existentes, serían parte de la información servida a estas aplicaciones. El problema se torna más preocupante en sociedades como la china, que de por sí ejerce ya varios métodos de vigilancia sobre sus ciudadanos.

En el caso de la relación entre las personas mayores y el coronavirus, la situación también es espinosa. Muchos no tienen acceso ni conocimiento del uso de teléfonos celulares o internet, por lo que es difícil controlarlos mediante una aplicación. Por ello, también a muchos se les hace difícil mantenerse informados sobre el desarrollo de la enfermedad o mantener el contacto con sus familiares y amistades. Muchos mayores, quienes ya de por sí viven vidas solitarias, se sienten deprimidos por la interrupción de sus actividades normales. Los asilos han sido graves focos de infección y mortandad, reflejando el descuido y la poca importancia que se les dio en diferentes gobiernos, desde un inicio. En países con alta mortandad por el coronavirus, los médicos se vieron obligados a decidir entre salvar la vida de una persona joven o la de un mayor, sobre todo si su cuadro clínico indicaba un mal pronóstico. Esto, para decirlo más claro, implica dejar morir a una persona.

También hubo medidas infames al respecto, como la del jefe de gobierno de la ciudad argentina de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, quien intentó imponer un permiso especial para que los adultos mayores de 70 años pudieran salir a la calle, medida que luego fue declarada inconstitucional por un juez de lo Contencioso Administrativo y Tributario. O las declaraciones de Dan Patrick, vicegobernador del estado de Texas, Estados Unidos, quien exhortó a los mayores a sacrificarse y dejarse morir para salvar la economía estadounidense, animándolos a que, dado el caso, renunciaran a ser conectados a un ventilador en un hospital para darle preferencia a los jóvenes, quienes «tienen toda la vida por delante» para poder seguir trabajando en mantener vivo el llamado sueño americano.

Algo que debe preocuparnos de inmediato es la captación y difusión de nuestros datos biológicos, que cada día que pasa corren el riesgo de convertirse en propiedad estatal o empresarial, vulnerando la privacidad de la ciudadanía. También es urgente una legislación efectiva para proteger los derechos de las personas mayores y evitar que su dignidad sea despojada sin compasión social alguna, al tratarlos como seres prescindibles.

No sé si llegaré a escribir la novela que comenté al inicio. En este caso, se desvirtuaría su lectura porque podría asociarse con la pandemia, tema que no me interesa tratar. Son los gajes del oficio.

Algunas veces, las ideas creativas son como un castillo de naipes que, cuando la realidad supera a la ficción, resulta derribado de manera rotunda. Luego, con los naipes caídos, no queda más que volver a comenzar todo de nuevo.

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