El mar que traga comunidades

El incremento del nivel del mar en El Salvador afecta a las comunidades costeras y sus medios de vida. En la playa El Espino, en Usulután, la línea de la costa retrocedió 144 metros entre 1949 y 2009, y ha provocado el desplazamiento de sus habitantes. Mientras que en la playa El Botoncillo, en San Francisco Menéndez, Ahuachapán, en 2015, el mar de fondo comió más de 200 metros de playa y, sus secuelas, poco a poco van matando a un manglar. Aunque la ciencia dice que el incremento está, en parte, sujeto a fenómenos naturales, no descarta que el país, desde hace años, resiente los efectos del cambio climático. Para el año 2065, los expertos señalan que, en todo el mundo, el mar aumentará entre 24 y 30 centímetros.

Fotografías de Franklin Zelaya y Ángel Gómez
Fotografías de Franklin Zelaya y Ángel Gómez

José Hernández todavía se acuerda de aquella madrugada de 2015. Eran las 2 de la mañana cuando el mar pasó arrasando su casa de lámina. Desde temprano, él y sus vecinos habían visto la marea alta y las grandes olas que no les daban zozobra. Pero José, un pescador con 49 años encima y toda una vida en la costa, sabe que el mar enfurecido nunca da tiempo. Y, esa vez, tampoco lo hizo. No les dio tiempo a las 30 familias que perdieron sus casas en el fuerte oleaje que hubo en la playa El Espino.

«Cuando viene, no da chance de desarmar las casas», dice, subido en una bicicleta que tiene en la parte delantera una carreta, en la entrada del terreno que cuida y donde, al fondo, ha hecho su casa. Viste con una camisa azul y un pantalón de sastre negro. Se prepara para ir a dejar, a una actividad de la iglesia apostólica en la que se reúne, frescos y comida que esta mañana preparan seis mujeres.

Este es el mismo terreno en el que, hace cuatro años, el mar destruyó su casa. Le ha tocado a él, como a otros habitantes de la playa, retroceder unos 30 metros para vivir. Ellos han tenido que hacer una nueva calle, porque la que había, también se la comió el mar. Al igual que unos cocoteros de los que solo quedan troncos.

La nueva calle atraviesa los terrenos que dejaron de ser playa y se convirtieron en mar. El agua ya llega hasta acá, y eso, a José, le inquieta, porque no sabe cuándo volverá a pasarle lo mismo que en 2015. «Y cuando llegue allá, ¿a saber para dónde vamos a agarrar?», se pregunta, señalando hacia atrás, a su casa, a la orilla de un manglar. Antes que el mar le botara la casa de lámina, en 1998, el Mitch, al menos le dio tiempo para que desarmar otra que tenía y que era de palma.

La única barrera que protege a las personas del mar, asegura, está desplegada a dos kilómetros a la derecha. Se trata de piedras que la alcaldía de Jucuarán mandó a colocar en la parte más turística de la playa u otras que han colocado quienes han podido, pero los otros kilómetros restantes, dice, están desprotegidos.

“Ahí se perdió la playa ya. Incluso los ranchos, las viviendas de veraneo, algunas ya están cayéndose, porque el mar ha avanzado. ¿A qué se debió? Establecieron cultivos de cocoteros. Se alteró la duna que naturalmente ya existía. Y ahora las fuerzas de la naturaleza están cobrando factura y están erosionando El Espino», explica Enrique Barraza, experto en biodiversidad acuática y contaminación acuática.

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La playa El Espino es una isla barra de 11.7 kilómetros de extensión, ubicada en el municipio de Jucuarán, en Usulután, que, por sus característica, con el tiempo, puede hacerse más ancha o estrecharse. En los últimos 70 años, esta playa ha sufrido transformaciones que, además de deberse a fenómenos naturales, corresponden al impacto ambiental, los cuales ya han sido documentados por el Estado.

El Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales (MARN) publicó en 2012 un estudio en el que estableció que, entre 1949 y 2009, la línea costera de El Espino retrocedió 144 metros. Cada año hubo una disminución de la costa de 2.40 metros. Esto, señala, ha sido a causa de la fuerte erosión en la zona, que puede aumentar en el futuro, ya que el daño al ecosistema continuaba hasta la fecha en la que fueron difundidos los hallazgos.

El MARN dice que en la parte donde hoy rompen las olas, antes hubo asentamientos humanos. De acuerdo con los testimonios que recopiló para este estudio, las intervenciones comenzaron a mediados del siglo pasado, cuando en la playa se instalaron dos haciendas: la Chepona y la San Luis, y también fueron sustituidos los espesos bosques de mangle y la vegetación natural por cocoteros y otros cultivos agrícolas. La actividad atrajo a los pobladores para ofrecer su mano de obra. Otros fueron atraídos por la pesca.

Sin embargo, a finales del siglo pasado y principios del siglo XXI, con el incremento del turismo, iniciaron las construcciones de hoteles y restaurantes. Y con estos, siguieron los daños al ecosistema.

Erosión. La erosión en las playas ocurre cuando el mar se lleva más arena de la que trae, dejando vulnerable a las comunidades que viven en la costa.

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«Cuando yo estaba pequeño, El Espino, esta playa, estaba bien lejos. Esta isla llegaba allá, por donde se viene haciendo el primer tumbo», relata Adalberto Blandón, un hombre de 53 años que, con dos ayudantes, levanta una ramada a la orilla del nuevo camino que la comunidad ha hecho, por si hay algún turista que pase y se interese en alquilarla. Es agricultor, pero también se gana la vida de este trabajo.

Frente a él, dice, hace tiempos hubo una manzana y media de playa que el mar ya se comió. Por estos días aquí revientan los tumbos en la noche, pero adelante, a unos 10 metros de distancia, han quedado las señas de una casa, con un muro alto, que él cuidaba. Se trata de unos pedazos de pared, que no miden ni un metro de alto, y que cada vez el mar va arrastrando. Era una propiedad privada que, después de sus límites, todavía tenía más playa. Pero hace años este terreno ya cedió al mar.

La casa solo duró en pie 15 años, recuerda Adalberto, porque ocho días después de que el Mitch golpeó El Espino, el oleaje fuerte la botó. A su paso, también se llevó tres casas, incluida la suya, y aterró el estero con deslaves que empozaron el agua dulce.

El hombre, con un sombrero y una camisa de manga larga con los dos primeros botones sueltos, dice que el mar no ha parado de crecer desde hace años. Hace 26 años también se unió con el estero, que está atrás, a 60 metros de distancia; y a 40 minutos de este lugar, formó una media bocana a la que le llaman La Angostura, que no dejaba que las personas cruzaran de un lado a otro cuando se llenaba.

Cuenta que cuando el mar botó las casas que estaban a la orilla de lo que antes era playa, pidieron ayuda al alcalde de Jucuarán. Pero la ayuda no llegó hasta ahí, porque de ese lado no hay mucho turismo. Para referirse al abandono en el que, dice, están, muestra la lámpara de alumbrado público arruinada que cuelga de lado sobre un poste. Está sujeta solo por un cable y deteriorada por la sal.

Destrucción. Esta fue una de las casas afectadas por el mar de fondo de 2015, en el caserío Bola de Monte, del cantón Garita Palmera, en San Francisco Menéndez, Ahuachapán.

La organización Oikos Solidaridad, que trabaja en la zona oriental del país, señala que en El Espino hay afectación porque todo lo que baja del volcán Chaparrastique, en San Miguel, va a parar al mar. Esto incluye los desechos de los agricultores, quienes, dice, no realizan buenas prácticas, lo que contribuye a aumentar la erosión y el nivel del mar.

«Ahí se perdió la playa ya. Incluso los ranchos, las viviendas de veraneo, algunas ya están cayéndose, porque el mar ha avanzado. ¿A qué se debió? Establecieron cultivos de cocoteros. Se alteró la duna que naturalmente ya existía. Y ahora las fuerzas de la naturaleza están cobrando factura y están erosionando El Espino», explica en su oficina, en el Laboratorio de Nanotecnología del Instituto de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Universidad Francisco Gavidia (UFG), Enrique Barraza.

Restos. En la playa El Espino hubo construcciones donde ahora hay mar. La fotografía corresponde a los restos de una casa a la que las olas arrebataron ocho días después del huracán Mitch, en 1998.

Barraza es investigador asociado al área de Recursos Acuáticos de la UFG. Es experto en biodiversidad acuática y contaminación acuática. Le apasiona el mar y explorar El Salvador. Lo hace en el terreno, pero esta mañana explora las costas del país a través de Google Earth. Su oficina está en la esquina de un salón. Tiene dos mesas y dos estantes. En uno, hay recipientes de crustáceos que pretende estudiar.

Sobre una de las mesas hay una linterna marina que el instituto recién acaba de comprar. Antes de comenzar a viajar online en las costas, la retira y la coloca cerca de los crustáceos. Sobre esta mesa también hay un pez de cerámica y la alfombrilla para el mouse tiene plasmada una playa. Detrás de Barraza, un afiche enmarcado en el que aparecen los peces de mayor importancia comercial en Centroamérica.

El Salvador tiene 338 kilómetros de costa. En el occidente, las playas comienzan en la desembocadura del río Paz, en la frontera con Guatemala, en Ahuachapán; y terminan en oriente, en La Unión, en el Golfo de Fonseca. La mayor parte de las playas se formó por medio de depósitos de arena que, pasados miles de años, el mar hizo en las rocas. Por esto se les conoce como barra de arena.

Protección. Para protegerse del impacto de las olas, la alcaldía, y quienes pueden, han colocado piedras alrededor de la playa El Espino y así evitar que el mar se lleve, de a poco, las construcciones.

Las playas de barra de arena, según Barraza, se caracterizan porque, al igual que las bocanas, son inestables en el tiempo. Sucede en el país y en el mundo. Para explicarlo, acude a Google Earth, se posiciona en el mapa de El Salvador y señala las líneas que dividen el mar de las playas.

Las dunas -pequeñas elevaciones de arena que están a la orilla de la playa, donde hay vegetación, y que sirven como barrera para evitar las marejadas y que el viento arrastre sedimentos- han sido destruidas en la mayor parte del litoral salvadoreño, dice.

El Espino no es la excepción, por eso está más vulnerable a mareas altas y a tormentas fuertes, como ocurrió en el huracán Mitch, cuando arrasó con las casas de los lugareños. Para el experto, esta es la playa en donde, posiblemente, está más visible la erosión en las costas del país. Más arena deja la playa y esta no es igual a la que trae el mar.

De acuerdo con el estudio realizado por el MARN, entre las causas del proceso de erosión en El Espino provocadas por el hombre están las construcciones, donde chochan las olas y extraen arena, no permitiendo que su energía corra a la cara de la playa; la deforestación de la vegetación natural, que ayudaba a retener los sedimentos -descomposición de los materiales- más finos; y la construcción de las represas del Río Lempa y sistemas de riego en el río Grande de San Miguel que, con su actividad, hacen que se pierda parte del sedimento que llegaba a la costa, sumado a que en sus cauces hay extracción de arena.

Aunque el investigador Barraza indica que la erosión en las costas es natural y que las playas están en constante cambio por el movimiento que el mar y el viento producen en los sedimentos, advierte que el cambio climático está acelerando los procesos. A esto se agregan factores como la deforestación en la cobertura boscosa alrededor de los ríos que desembocan en los mares, que provoca que ya no haya retención de las lluvias y un cauce suave, sino que puede generar hasta inundaciones.

Lo ejemplifica, en su computadora, mostrando dos fotografías satelitales de la desembocadura del río Jiboa. Son de 1957 y de 2019. En la primera se observa mayor cobertura boscosa, mientras que, en la segunda, esta ha ido disminuyendo, sustituida por cultivos y viviendas. Y además, la bocana del río desplazada más a la derecha, lo que hace que, cuando el río crece, inunde a las comunidades de la zona.

El Grupo Intergubernamental de Experto sobre el Cambio Climático, creado por la Organización Meteorológica Mundial y la Organización de las Naciones Unidas Medio Ambiente, publicó el Quinto Informe de Evaluación sobre el cambio climático en 2014, concluyendo que el ser humano es el causante del mismo.

El informe estableció que, entre 1901 y 2010, el nivel medio mundial del mar subió 19 centímetros y que los océanos se han expandido por el derretimiento de hielo. Además, determinó que, por las emisiones de gases de efecto invernadero, posiblemente la temperatura mundial -la cual entre 1800 y 2012, incrementó 0.85°- siga en aumento y con ella los océanos se calienten y el hielo continúe derritiéndose.

Por lo tanto, según las estimaciones, en 2065, el nivel medio del mar aumentará entre 24 y 30 centímetros; y en 2100, 63 centímetros, respecto a los años de referencia, que son 1986-2005.

“Hemos producido mucho CO2 en casi 40 años, casi el doble que se produce en los últimos cinco siglos, según los estudios, y esto ha llevado que el planeta se caliente, que funcione como un carro cuando lo dejás en el sol, que por dentro está hirviendo, pero por afuera los rayos se están esparciendo”, explica Gregorio Ramírez, sociólogo del Área Natural de Articulación Social y Organizativa, de la Unidad Ecológica Salvadoreña (UNES).

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Josué López no estaba en su casa el 2 de mayo de 2015. Andaba con su primo apagando un incendio a kilómetros de la playa El Botoncillo, en San Francisco Menéndez, Ahuachapán. Cuando llegó, al presidente de la Asociación de Desarrollo Comunitaria de esta comunidad, le costó reconocer el paisaje. Encontró inundado el terreno donde estaba su casa y su familia ya había sido evacuada a una escuela que sirvió de albergue en el municipio guatemalteco de Moyuca, vecino de El Salvador. Perdieron todo, y en medio de la angustia, la alcaldía del municipio ahuachapaneco les dio la espalda, dice.

Tres meses después, Josué encontró su cocina enterrada en el manglar, donde fueron a parar muchas de las cosas de las 210 familias afectadas en el caserío El Botoncillo y Bola del Monte, a quienes las olas no les dieron paz durante cuatro días.

«A esta altura nadie se puede imaginar todo lo que sufrimos y todo lo que destruyó el mar en esa fecha, porque ya del 2015 a 2019, aquí se ve como que así era», cuenta Josué a un lado de donde una vez fue su casa. La casa de ladrillo a la que le faltan paredes y no ha podido reconstruir, porque la pesca, dice, se ha puesto mala y no alcanza para pagar las deudas que tiene.

Cuando habla mira al horizonte, donde antes que el mar destruyera a la comunidad y parte de su manglar, habían más de 200 metros de playa: afuera de su casa tenía los tapescos en los que secaba el pescado, más allá había un surco de árboles de botoncillo, un bordo, un basurero y una cancha de fútbol playa. Y atrás, pozos de agua dulce, que ya son de agua salada. Todo lo cambió el mar.

Ahora, cuando la marea está alta, para evitar que las olas que impactan se lleven la arena, ha tirado basura, como palmas secas y plástico, a la par de donde están los restos de su casa y metros enfrente donde ha construido dos casas con palma, vena de coco y horcones de botoncillo. Dice que el mismo aire va enterrando la basura y esto crea una barrera.

En mayo de 2015 las costas salvadoreñas fueron afectadas por el mar de fondo, un fenómeno que ocurre entre mayo y noviembre, y que provoca olas de hasta 10 metros de altura. El fuerte oleaje se debe a las lluvias ocurridas en el Océano Índico, entre diciembre y febrero, e inicia en el Océano Pacífico cuando termina la época seca y comienza la lluviosa.

Desde esa fecha, la vida ya no es igual en la comunidad. Tras el mar de fondo, en el manglar, que se extiende hasta el cantón de Garita Palmera, el canal perdió su hondura y su anchura. Lo cuenta Rigoberto Monge, el vicepresidente de la Asociación de la Microcuenca Marino Costera de la Zona Sur de Ahuachapán y primo de Josué.

Rigoberto está frente a un canal que, dice, años atrás tenía una profundidad de un metro. Pero, cuando el mar sobrepasó la playa y entró por la bocana, comenzó a matar a los manglares. Enfrente hay palos de mangle pequeños, que fueron sembrados después que la comunidad excavó los canales, porque todo quedó aterrado de arena y lodo. También hay troncos de árboles que se secaron. Ante él saltan los camarones y los pescados conocidos como chimberitas, en el poco de agua que se niega a morir.

«Eso quedó como si no había existido estero, como si no había existido río, porque todo lo llenó de arena», relata. Y recuerda que, antes de 2015, la bocana del caserío El Botoncillo pasaba destapada de seis a cinco años, lo que permitía que el agua fluyera libremente y bañara el manglar. Ahora se tapa una o dos veces por año. A veces la alcaldía de San Francisco Menéndez les envía una máquina para extraer arena, pero, sino, la comunidad la saca con palas y azadones.

Los bosques de manglar previenen las erosiones en las costas y son barreras naturales ante las inundaciones. En ellos viven crustáceos y peces, que contribuyen a la economía de los lugareños. Para que los bosques estén vivos, necesitan 50 % de agua salada y 50 % de agua dulce, porque con los flujos de estas dos aguas, los árboles constantemente están subiendo y bajando. De lo contrario, se quedan estancados y se pudren. Y mueren los animales.

Manglares. Con el aumento del mar, también incrementa la salinidad. Esto afecta a los bosques de manglar, que necesitan que corra en sus canales 50 % de agua salada y 50 % de agua dulce.

El manglar de El Botoncillo es parte del sitio Ramsar Complejo Barra de Santiago. Estos sitios son ecosistemas de importancia internacional, por ser humedales únicos, que almacenan dióxido de carbono y que les sirven de hogar a especies migratorias.

Caminando a un lado de la bocana, donde se observan más árboles de mangle descubiertos de agua, entre la frontera de El Salvador y Guatemala, este mediodía Rigoberto lamenta que el escenario no sea el de años anteriores, con canales profundos y anchos. Que ya no lleguen a este lugar las aguas del río Paz, que evitaban la arena acumulada en la bocana y la salinidad en el estero, y que además, ayudaban a que hubiese un flujo de agua. Así, es imposible que no se acumule el agua salada en el bosque y se contamine. Antes no pasaba, con las seis horas de llenado y otras seis de vaciado.

«Hemos producido mucho CO2 en casi 40 años, casi el doble que se produce en los últimos cinco siglos, según los estudios, y esto ha llevado que el planeta se caliente, que funcione como un carro cuando lo dejás en el sol, que por dentro está hirviendo, pero por afuera los rayos se están esparciendo», explica Gregorio Ramírez, sociólogo del Área Natural de Articulación Social y Organizativa, de la Unidad Ecológica Salvadoreña (UNES).

Ramírez, el encargado de la UNES de monitorear la zona sur de Ahuachapán, indica que fenómenos hidrometeorológicos, como el mar de fondo, tienden a ser constantes por el cambio climático y esto conlleva al aumento de los niveles de mar. Sobre todo en esa parte de la zona de occidental, donde ha habido un cambio de uso de suelo y cada vez hay más monocultivo de caña.

Después de lo que ocurrió en 2015, la UNES comenzó a implementar un monitoreo hidroclimático que consiste en extraer agua de los pozos de la zona para saber cuánta agua tienen, vincular su cantidad a la sequía, a la ausencia de lluvia o la extracción para la riega de caña. También hay un monitoreo de lluvia, en conjunto con el MARN, para saber cuándo es tiempo para cultivar o reforestar el manglar; y hay un monitoreo para medir la salinidad, acidez y el oxígeno del manglar. Pero la comunidad se ve amenazada.

Un informe que el MARN y la UNES realizaron en 2016 señala que en los últimos 40 años, se ha transformado el manglar de Garita Palmera, que debería ser pantanoso y con ramificaciones hidrológica. Ha sido afectado porque la microcuenca El Aguacate, un brazo del río Paz, que lleva agua hasta el manglar, ha servido como canal de riego para cañales. Esto lo descubrieron las comunidades y comenzaron acciones contra empresarios. Pero el agua de este río, cuyo curso fue desviado por el huracán Fifi, en 1974, para el territorio guatemalteco, sigue sin llegar a la costa salvadoreña.

Ramírez sostiene que la producción de caña afecta los ecosistemas y a las poblaciones vulnerables, como El Botoncillo, y que, por ello, es necesario que el MARN y el Ministerio de Agricultura y Ganadería regulen los permisos ambientales. Ya que, con estas actividades, hay una repercusión en el aumento de los niveles del mar, sumado al cambio climático. También apunta a la necesidad de una Ley General de Aguas que garantice la sustentabilidad de las comunidades ante los intereses empresariales. Voceros oficiales de una empresa cañera dijeron a esta revista que el sector no tiene incidencia en la cuenca desde hace dos años.

En la entrada de la bocana, Rigoberto espera que, un día, los casi dos metros de arena que trajo el mar de fondo, en 2015, puedan ser drenados en donde una vez fue un estero fluyente. Aunque esto no sería suficiente para recuperar el bosque de manglar, ante un río que ya no es de ellos, de la comunidad, y un mar que va creciendo y se traga todo lo que encuentra.

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