Carta Editorial

No solo fue el terremoto. Sus vidas quedaron destrozadas también por la ausencia de políticas de gestión de riesgo.

Cuando las viviendas son de lata, las atraviesan las balas. Un muro de ladrillo no detiene la violencia, pero da más protección. Entre estos riesgos y estas ambiciones viven algunas de las personas que lo perdieron todo tras el terremoto de febrero de 2001 y que todavía esperan que las promesas que les hicieron se cumplan.

Estas realidades de las comunidades salvadoreñas ponen de manifiesto los muchos fracasos de las políticas públicas. ¿Somos ahora menos vulnerables de lo que fuimos en 2001? ¿Se han tomado medidas eficaces para que la siguiente tormenta no nos deje decenas de muertos? ¿Somos más conscientes hoy sobre los riesgos que corremos en este territorio? No, no y no.
Tampoco se han saldado las deudas que existen con quienes en anteriores catástrofes se han quedado sin nada. Y así, medio desnudos ante cualquier eventualidad, nos fue tragando la violencia. Ahora no hay que pensar solo en que las viviendas de lata son indignas, hay que pensar en que no detienen balas.

Ninguna cartera de Estado relacionada con vivienda, reconstrucción o prevención de desastres puede venir a decir que hace bien su trabajo si abundan las historias como las de Santiago de María.
El periodista Moisés Alvarado coloca nombres y rostros en todas esas tragedias continuadas. No solo fue el terremoto. Sus vidas quedaron destrozadas también por la ausencia de políticas de gestión de riesgo, por la falta de respeto hacia los que sufren y por la marcada desigualdad con la que se maneja el país. No fue solo el terremoto. Ha sido también que a quienes han podido hacer algo para aliviarlos, poco les ha importado cumplirles.

Este es un país con un pasado lleno de desgracias colectivas. Lo menos que se podría haber aprendido ya es cómo evitar que el número de víctimas escale.

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