Carta Editorial

Ojalá que en esta ola de popularidad que genera la canonización, su palabra deje de ser parte de los discursos vacíos de políticos y gobernantes y se convierta en vida.

Hoy Monseñor Óscar Arnulfo Romero llega a la más alta distinción que puede otorgar la Iglesia católica: la santidad. Y ojalá que pasara lo mismo con su lucha por los derechos humanos, la misma que lo llevó al martirio. Pero El Salvador nunca ha podido dejar atrás las desigualdades y las injusticias que él destacaba en sus homilías. Este sigue siendo un país que castiga la pobreza, que excluye, que discrimina y que tiene un sistema gordo y sano muy dispuesto a mantener la impunidad. Este sigue siendo ese país que Romero denunciaría con esa fuerza en la voz que nace del dolor empático.

Su nombre es ahora conocido en todo el mundo. Sus palabras son citadas por cualquiera que pretenda venderse como correcto. La figura de Romero ha pasado por un proceso que la ha convertido en un símbolo aceptado, ese del que cualquiera se puede apropiar en público para verse bien y ganar simpatías. Pero parafrasearlo y colgar su imagen no significa, como hemos visto ya, compromiso. Romero es conocido, sí, pero su causa, su preocupación, el verdadero sentido de lo que dijo e hizo son interiorizados por muy pocos.

“El cristianismo no es un conjunto de verdades que hay que creer, de leyes que hay que cumplir, de prohibiciones. Así resulta muy repugnante. El cristianismo es una persona que me amó tanto, que reclama mi amor. El cristianismo es Cristo», dijo en una de sus homilías en 1977 el que ahora es el salvadoreño más universal. En la entrevista que hemos incluido en esta edición, José Simán, amigo de Romero, destaca ese amor que sentía por las personas a las que la sociedad marginaba y sigue marginando. Ese sentimiento era lo que lo impulsaba a pedir el fin de la represión y que no se cumplieran las órdenes que implicaran matar.

Ojalá que en esta ola de popularidad que genera la canonización, su palabra deje de ser parte de los discursos vacíos de políticos y gobernantes y se convierta en vida. Vida para entregarla a buscar que educación, salud y justicia adquieran también ese carácter universal.

A Romero, el país que tenemos le seguiría causando dolor.

Al país que tenemos, un Romero con voz plena y sin miedo le seguiría pareciendo incómodo.

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Séptimo Sentido

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