Carta Editorial

Para los jóvenes que proceden de familias dedicadas a trabajar la tierra, la migración se convierte en una opción mucho más atractiva.

El campo se nos muere. Y no es una exageración. La edad promedio de las personas que trabajan la tierra en El Salvador ronda los 60 años. Este es un dato que revela una gran cantidad de injusticias, entre las más graves está que el campo lo trabajan personas que ya deberían estar disfrutando de la jubilación. Y este acceso a una pensión digna después de una vida entera de trabajo duro sigue siendo una deuda que el país mantiene con quienes juegan un papel fundamental.

Los servicios a los que tiene acceso el agricultor cerca de su lugar de trabajo no son los mejores. Allá, en donde se podría garantizar la seguridad alimentaria y reducir la desigualdad, la gente tiene las escuelas más desprovistas, los servicios de salud más precarios y es en donde los indicadores de acceso a agua potable bajan de forma considerable.

No es raro que uno de los problemas más graves de la agricultura salvadoreña sea la falta de tecnología y actualización. En general, los procesos se siguen ejecutando como hace décadas, lo que compromete la productividad y hace de esta una actividad demasiado sacrificada en comparación con los resultados. Para los jóvenes que proceden de familias dedicadas a trabajar la tierra, la migración se convierte en una opción mucho más atractiva. El campo se pone viejo.

El texto que el periodista Moisés Alvarado ha escrito para esta edición desnuda una preocupación que no se conjuga en futuro, sino que en presente. Lejos de mejorar las condiciones para que la agricultura sea una opción para aprovechar las tierras, para generar ingresos, para reducir el desempleo, para generar arraigo, para garantizar alimentos, para reducir la concentración prejudicial en las ciudades y para evitar elevados gastos en transporte, se le está dejando a su suerte en una añeja agonía con la que perdemos todos.

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