Gabinete Caligari

MeToo literatura Centroamérica

No es fácil, para ninguna mujer, leer este tipo de denuncias. Al hacerlo, resulta inevitable recordar nuestras propias vivencias, nuestros momentos difíciles en espacios laborales, familiares o sociales.

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El 21 de marzo pasado, la comunicadora política Ana G. González denunció en su cuenta de Twitter que el escritor mexicano Herson Barona había golpeado, manipulado, embarazado y amenazado a más de 10 mujeres diferentes. Poco a poco, se recibieron decenas de denuncias más no solo contra Barona, sino también contra docenas de escritores y funcionarios relacionados con el medio literario mexicano, por situaciones que van desde humillaciones, insultos y acoso por vía electrónica hasta agresiones físicas y violaciones.

Eso dio origen a la etiqueta #MeTooEscritoresMexicanos,emulando el movimiento de denuncias originado en Estados Unidos contra personalidades del mundo del cine. Pronto comenzaron a abrirse grupos y «hashtags» de denuncia en México, relacionados con otros oficios como el cine, la música, el teatro y el periodismo, entre otros.

Días después, el 27 de marzo, el Semanario Universidad de la Universidad de Costa Rica publicó un reportaje donde 17 mujeres denunciaron al escritor costarricense Warren Ulloa Argüello por abusos, acosos y violación. Al igual que con Barona, cuando el caso de Ulloa se hizo público, varias mujeres más se atrevieron a hablar, al punto de que el periódico hizo una segunda entrega con nuevas denuncias contra la misma persona.

El caso de Ulloa es alarmante por varios motivos. Se aprovechó de visitas a colegios particulares, a donde era invitado para hablar de su obra. Ahí conseguía los números de teléfono o correos de estudiantes menores de edad, con el pretexto de enviarles información sobre sus libros y actividades. Así comenzaba el envío de insinuaciones, de preguntas íntimas, de fotografías de sus genitales o de invitaciones sexuales que terminaban en insultos y violencia verbal por parte de Ulloa, cuando sus propuestas eran rechazadas.

Parte de las denunciantes eran niñas de 14 o 15 años cuando fueron agredidas. Algunas de ellas pueden denunciar a Ulloa hasta ahora porque ya son mayores de edad y porque han pasado durante años en procesos de terapia psicológica. Otra parte de las agredidas son mujeres profesionales, relacionadas con labores editoriales o de otra índole, a quienes también agredió.

Ulloa era además un tipo que se presentaba como aliado del feminismo y que manejaba una pose dizque progresista. Lo cual deja pensando en cuántos hombres hacen lo mismo: disfrazarse para evitar conflictos. Esto lo he visto ocurrir sobre todo en hombres que tienen relaciones de pareja con feministas, hombres que han tenido conductas cuestionables en el pasado y que, de un día para otro, dicen ser aliados de la causa y hasta utilizan lenguaje inclusivo en las conversaciones, con tal de complacer a sus novias. ¿Qué tan confiables pueden ser estos sujetos si asumen un discurso como estrategia de sobrevivencia afectiva, y no como resultado de una convicción honesta?

Mientras muchos escritores nos hemos preocupado por demostrar que la literatura es un trabajo que se ejecuta con disciplina, tiempo, sobriedad y soledad, para desmontar el mito del escritor vago que solo puede escribir bajo el influjo del alcohol, la conducta de Ulloa abona al odioso estereotipo del artista o escritor «bohemio» e irresponsable.

Ulloa también aprovechó su rol como editor de la página de noticias literarias Literofilia y anfitrión del programa de radio del mismo nombre, para recibir donaciones y ayudas económicas que le permitieron realizar sus proyectos literarios. A consecuencia de todas las denuncias, las editoriales Letra Maya y Uruk (que le publicó cuatro libros) se desligaron de cualquier vínculo contractual con Ulloa. Lo mismo hizo el Sistema Nacional de Radio y Televisión (SINART) de Costa Rica.

El surgimiento del «hashtag» mexicano hizo que se iniciara la versión #MeTooLiteraturaCA en Twitter. En Facebook se abrió una página con el mismo nombre, con el objetivo de «conversar y denunciar el tema del acoso de todo tipo en el medio literario y artístico de la región» así como para exigir «igual representación (de mujeres) en ferias, festivales y conversatorios del libro, de arte y cultura, y no ser solo el 15 o 20 % del programa total».

No es fácil, para ninguna mujer, leer este tipo de denuncias. Al hacerlo, resulta inevitable recordar nuestras propias vivencias, nuestros momentos difíciles en espacios laborales, familiares o sociales. Leer cada caso nos obliga a revivir situaciones que preferiríamos dejar en el olvido. Terminamos cuestionando experiencias, relaciones y personas cuyas verdaderas intenciones terminan puestas en duda.

Por desgracia, a medida que se dan a conocer estos casos, nos damos cuenta de que son historias más comunes de lo que nos gustaría admitir, que se repiten demasiado, en todos los ámbitos sociales, no solo el artístico y literario. Los mecanismos y las situaciones en que ocurrieron y siguen ocurriendo son odiosamente similares. Trascienden oficios, edades y geografías. Pero el hecho de que sean historias comunes no significa que deban minimizarse, obviarse ni ser tomadas como «algo normal».

Mis respetos para las mujeres que, con nombre y apellido, dan la cara y nombran a sus agresores, haciendo públicas sus historias. No es fácil y ellas lo saben. Sobre todo en una región como la nuestra, tan llena de doble moral e hipocresía, donde denunciar se revierte contra quien denuncia en forma de cuestionamientos y dudas sobre su testimonio, o donde su historia dará lugar a la morbosidad, al chisme y a las bromas de mal gusto. Por ello, no todas se animan a denunciar. No toda mujer está preparada para una exposición pública que la puede convertir en blanco fácil de más agresiones.

Como parte del gremio literario centroamericano, me resulta imposible permanecer indiferente y no decir nada ante este asunto. Me causa profunda vergüenza que la literatura de la región, ya de por sí tan menospreciada e invisibilizada, sea manchada de esta manera por un sujeto que aprovechó su notoriedad local como plataforma para practicar una conducta que, a todas luces, resulta injustificable e inaceptable.

Un tipo de conducta que debe ser denunciada sistemáticamente, sin miramientos ni excepciones, para poder pensar que un cambio de relaciones entre hombres y mujeres es posible.

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