Las mujeres que sacan adelante a sus familias y al cantón

Un grupo de mujeres ha librado una lucha contra algo que parece no tener intenciones de detenerse: el cambio climático. Ellas, que saben que el camino es largo y difícil, han encontrado en el compañerismo y la organización la motivación necesaria para no dejar que las tormentas y las sequías acaben con su seguridad alimentaria. Le han apostado a la resiliencia.

Fotografías de Julio Umaña
Fotografías de Julio Umaña

A Reina Valdales la Tormenta Amanda le destruyó la mitad de su cosecha de maíz. Lo cuenta como si fuera algo habitual. Porque, en efecto, no es la primera vez que le pasa. En el Cantón San José El Naranjo, donde ella vive, ya están acostumbrados a ver cómo las tormentas acaban con sus medios de vida. Esta situación, sin embargo, no deja de representarles una tragedia.

Después de la tormenta Amanda solo le quedó maíz para el consumo familiar. Cuando las tormentas o las sequías no le destrozan la siembra, logra sacar 40 sacos de maíz. 20 para vender y 20 para su hogar. Eso le tiene que alcanzar para todo el año. Cuando el tiempo es bueno y puede recoger toda la cosecha, con lo que vende le alcanza para comprar, de vez en cuando, un poquito de pollo, carne, crema y queso para acompañar las tortillas y los frijoles. Vende, cuando se puede, a $30 el saco de maíz. Con los 20, hace $600. Es decir, $50 para vivir cada mes. Pero, como suele pasar, el saco se lo compran a $18, le dan $360 por los 20. Así, le quedan $30 mensuales. Pero, este año, no va a tener ni eso.

Hay una parte de la economía que no puede verse distante de la sostenibilidad de la vida, señala la economista Tatiana Marroquín. Es el caso de las producciones que se tienen en los espacios rurales, que son para consumo propio y para la sobrevivencia. Entonces, explica, una pérdida de esa magnitud en las cosechas afecta gravemente la vida de las familias, porque lo ocupan para alimentarse.

“Cuando vemos que ellos tienen producciones no solo para autoconsumo, sino para el consumo de las familias en las ciudades, nos damos de cuenta que también se ve impactada la economía a nivel agregado. Es decir, que si se afecta la economía de lo rural, se afecta la economía en todo su conjunto. Por eso es tan importante entender que la economía y la sostenibilidad de la vida están íntimamente ligadas”, dice Marroquín.

“Esta pérdida me va a afectar bastante. Uno a veces en el hogar necesita de un par de zapatos o de un pantalón, con eso se limita, porque ya no tiene para comprarlo. En la salud también afecta, porque si a mí se me enferma un niño, vendo un poquito de maíz de lo que he sacado de la cosecha y ya hago unos centavos para ir con el doctor. Porque aquí clínica hay, pero a uno no le dan nada. Es como que no hubiera”, explica Reina.

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PERDER LO POCO QUE SE TIENE

Para Reina, de 50 años, estos han sido días de pérdidas. Ella, que no tuvo hijos biológicos, crio a dos sobrinos desde que eran unos bebés. Y, hace dos meses, José, el mayor de ellos, enfermó. Comenzó a sentir náuseas e hipo muy fuerte. De inmediato, Reina lo llevó al médico para que lo revisara. El doctor le dijo que, aunque el niño no tenía fiebre ni gripe, parecía tener algunos síntomas de neumonía, porque la flema se le había acumulado en los pulmones. Le puso terapia respiratoria, le dio un antibiótico para aflojar la flema y les dijo que volvieran al día siguiente para evaluar su estado de salud. Así lo hicieron. El diagnóstico fue el mismo. Ese día, al regresar de la consulta, lo vio triste, ya no quiso comer ni tomar suero. Lo único que tomó fue un poquito de agua, y, dice Reina, se le murió en los brazos. Tenía 12 años.

“Aunque el año ya era difícil, con mis dos hijos aquí en la casa yo me sentía bien. Siempre he sido una persona así, bien fuerte, que no me gusta que me vean que me levanto triste. Por eso, aunque tenga algún problema siempre me rio con la gente. Pero, después de lo de mi niño, sí me he sentido mal. Incluso, he estado yendo a la clínica y me han dado un medicamento para la presión y unas pastillas para el corazón, porque, a veces, siento que me hace bien feo”, cuenta.

Monitoreo. Reina es la encargada de monitorear a diario la cantidad de agua que ha caído en la zona. Con eso, las mujeres toman decisiones sobre los momentos más oportunos para sembrar.

Reina tiene la mirada profunda y dulce. Su cabello es negro y corto, con colochos que dan vueltas sobre sí mismos. Sobre ella recaen todas las responsabilidades del hogar. Desde hace siete años, cuida a su madre, a quien varias complicaciones de salud le impiden caminar. Pasa de la cama a la silla de ruedas. Por eso, Reina, además de tener que llevar el alimento a su casa, debe también comprar todo lo que su mamá necesita para uso personal y de salud.

San José El Naranjo está ubicado en Ahuachapán, departamento que, según la Encuesta de Hogares y Propósitos Múltiples de 2019, es el segundo con mayor porcentaje de hogares en condición de pobreza del país. El documento también señala que Ahuachapán ocupa la misma posición en los departamentos que presentan los ingresos más bajos. Y, además, se agrega que el promedio mensual de ingresos en el área rural es casi $300 menor que en el área urbana.

La cuarentena por la pandemia de la Covid-19 llegó a agravar la situación de Reina, pues durante los meses que se mantuvo el cierre económico, ella no pudo salir a hacer su “ventecita” de ropa con la que se ayudaba para los gastos del hogar. Además, cuenta que, de alrededor de 700 familias del cantón, solo 20 recibieron el bono de $300 dólares que el gobierno prometió para las familias más necesitadas del país. Ella, que este año se vio en una situación sumamente precaria, no salió “beneficiada”. Tampoco han recibido apoyo cuando los inviernos o las sequías destruyen sus cosechas.

“El gobierno está bastante aislado de nosotros, porque como se ve, ellos solo se centran donde la gente pasa, ve y les dice “qué bonito tiene el presidente”, pero en las comunidades estamos con muchas necesidades y con nada de ayuda. Nosotros aquí estamos abandonados por parte del gobierno. Estamos abandonados por el Estado”, comenta.

Este año, para evitar atravesar temporadas de escasez económica y alimentaria, como les pasa con frecuencia, comenzaron un proyecto de huertos caseros. En marzo, recibieron las semillas y comenzaron a sembrar chiles, tomates, pepinos, berenjenas, pipianes y lechugas. Así que, cuando la pandemia se encontraba en la etapa más crítica, ellas ya estaban viendo los primeros frutos de su trabajo.

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EL CAMBIO CLIMÁTICO NO PERDONA AL CANTÓN

San José El Naranjo es un cantón caliente y húmedo. Aquí, abundan las casas de adobe, bajareque y algunas láminas. Cuando ha llovido, las grietas de las calles se llenan de lodo y caminar sin tropezar se vuelve difícil por la condición en la que se encuentran algunas sendas. Para llegar a las casas de algunos de sus pobladores, hay que pasar por un puente que atraviesa un río. Es decir, caminar es la única opción. Entre las calles deshechas y las casas a medio hacer, la vulnerabilidad del lugar es un hecho indiscutible. Y, al cantón, el cambio climático lo azota sin piedad.

“El Salvador es un país altamente expuesto a los efectos del cambio climático”, explica Enrique Merlos, coordinador de Desarrollo territorial de la Fundación Nacional para el Desarrollo (Funde). “Según las investigaciones que ha hecho el Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales, el 88.7% del territorio se considera como una zona de riesgo, pues es propenso a inundaciones, deslizamientos y sequías. En ese 88.7% vive el 95.4% de la población. Es decir que, básicamente, casi todos los salvadoreños están expuestos a algún tipo de vulnerabilidad”, dice el experto.

En ese sentido, los inviernos suelen ser crueles para El Salvador. Elsa Ramos, investigadora y docente de la Universidad Tecnológica (UTEC), explica que durante los últimos años se ha observado que en un día puede caer la misma cantidad de agua que antes caía en una semana, en quince días o, incluso, en un mes. Y, lo que va del 2020 no ha sido la excepción: “con las tormentas tropicales Amanda y Cristóbal recibimos en ocho días la cantidad de agua que habríamos tenido que recibir prácticamente entre cuatro y seis meses. Eso fue devastador para las cosechas”, explica Ramos.

“Para nosotros este ha sido un año desastroso, porque la tormenta Amanda fue corta, pero tuvo un impacto de destrucción como de un mes. Eso no pasa todos los años, porque no siempre vienen las tormentas con huracanes. La mayoría de personas del lugar tuvo pérdidas. Algunas se quedaron casi sin nada”, cuenta Reina, mientras camina con gran destreza entre el barro que cubre algunas calles empinadas.

Agua. Las mujeres recogen agua durante la época lluviosa para poder regar sus huertos cuando vengan los días de sequía.

Durante este año, y en el contexto de la pandemia, el tema ambiental ha quedado, dice Ramos, “ni siquiera en un segundo plano. Si no tomamos medidas en este momento, la crisis climática por la que ya estamos atravesando se va a convertir en un desastre. No en un desastre natural, sino en uno social. Porque las personas necesitan tener un medioambiente sano para tener una calidad de vida digna y humana”.

Ante esta situación, indica Gregorio Ramírez, técnico de la Unidad Ecológica Salvadoreña (UNES), en El Salvador es necesaria una política de adaptación. “Con el gobierno anterior se tuvo una. Sin embargo, con este no se le ha dado seguimiento. Es importante una política que permita crear las estrategias para que el país pueda generar resiliencia, ya sea a través de proyectos concretos, como la educación ambiental para la adaptación, o a través del mejoramiento de algunos sistemas de producción”. También, dice, es necesario contar con una Ley de Cambio Climático que dé lineamientos e institucionalice el tema.

“La CEPAL dice que la recuperación de los países centroamericanos, teniendo en cuenta los impactos del Covid-19 y también el cambio climático, va a tardar en promedio de 6 a 10 años. Estamos hablando de aproximadamente una década para que nosotros podamos como país comenzar a adquirir el desarrollo que teníamos en el 2019”, agrega Ramos.

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ORGANIZACIÓN Y RESILIENCIA COMUNITARIA

Las mujeres del cantón San José El Naranjo han buscado formas de paliar las crisis que las golpean: el cambio climático y el hambre. Se han reunido, desde 2008, para hacer jornadas de limpieza y reforestación en sus comunidades. Decidieron, para ganar espacios que siempre se les habían negado, crear la Asociación de Mujeres Jujutlecas. Son 31 mujeres de 6 comunidades las que se han formado en temas de género y medio ambiente para, según cuentan, “proteger su territorio”.

Este año, para evitar atravesar temporadas de escasez económica y alimentaria, como les pasa con frecuencia, comenzaron un proyecto de huertos caseros. En marzo, recibieron las semillas y comenzaron a sembrar chiles, tomates, pepinos, berenjenas, pipianes y lechugas. Así que, cuando la pandemia se encontraba en la etapa más crítica, ellas ya estaban viendo los primeros frutos de su trabajo.

Reina, que es la presidenta de la asociación, dirige la caminata para visitar los huertos de las seis mujeres que la acompañan. Ella va al frente, con pasos firmes y largos. Y, de vez en cuando, vuelve la mirada para asegurarse que ninguna se ha quedado. Todas la siguen con naturalidad, y cuando se trata de explicar algo sobre las siembras, le ceden la palabra. Lleva tenis, jeans azules y una camiseta verde. Espera y extiende la mano cuando se cerciora de que alguien tiene problemas para subir por alguna vereda. Sonríe y dice: “hasta uno que ya está acostumbrado a andar aquí se cae a veces”.

Los huertos suelen estar ubicados en alguna esquina de los patios de las mujeres. A veces, es lo único verde que se puede ver entre los espacios llenos de tierra y barro. Están cercados con una malla ciclón que se detiene en cuatro troncos o ramas gruesas clavadas en el suelo. Cada mujer, cuando le llega el turno de mostrar su huerto, se acerca a las plantas y, como en este momento no todas tienen verduras, las señalan para explicar de qué es cada una. A pesar del tiempo, se siguen sorprendiendo con el tamaño de las berenjenas y de los pipianes, que más parecen ayotes. Cortan, aprovechando el momento, algunos tomates que ya están en su punto, y, agarrándolos con las dos manos, los muestran con orgullo. Eso les ha dado de comer durante la pandemia. Y, aunque han perdido sus cosechas y, sus familiares, los empleos, las sopas de verduras no faltaron durante estos meses.

La primera cosecha les llegó en buen momento. Ahora, muchas ya esperan con emoción la segunda y, otras, hasta la tercera. Hablan de sus huertos con ternura. Como quien se refiere a algo a lo que le ha dedicado mucho tiempo y esfuerzo. Una de ellas dice que lo trabaja junto a sus dos hijas. Ahí, cuenta, les enseña a cuidar el medioambiente y a ser responsables con la tierra.

Reina habla con seguridad y sonríe con los ojos mientras conversa. Toca, de vez en cuando, la cartera de manta que lleva en el hombro, como para asegurarse de que sigue ahí, que no la ha perdido. Cuenta, con la voz cargada de emoción, que los huertos han sido un éxito. Ella, a pesar de los riesgos de la pandemia, se ha encargado durante estos meses de visitar a las 31 mujeres que forman parte del proyecto. Asegura que, en estos tiempos de crisis, esas verduras han sido un gran alivio para su economía. Quien la ve y la escucha hablar no podría imaginarse la difícil situación que tuvo que atravesar hace apenas unas semanas.

“Hubo un día que yo les dije a las compañeras que iba a dejar todo botado. Pero ellas me animaron a seguir adelante. Por eso, he reflexionado y pienso que todo este esfuerzo tiene que valer la pena. Y seguí. Ocho días tenía de habérseme muerto el niño y yo ya andaba visitando los huertos. Cualquiera de los que me veían podía decir que yo no sentía nada. Pero no era eso, lo que pasa es que desde que acepté el compromiso con la comunidad, tengo una responsabilidad con la gente”, comenta.

Estos proyectos son importantes, dice Ramírez, porque buscan que “en las comunidades se creen capacidades e iniciativas que demuestren que, de manera sustentable, ecológica, equitativa y programática, se pueden implementar acciones que contribuyan a generar condiciones para la adaptación al cambio climático”.

Juntas. Las mujeres de la comunidad elaboran con elementos naturales los fungicidas y pesticidas que utilizan en sus huertos. Lo hacen de manera conjunta.

El objetivo de los huertos familiares, dice Reina, es siempre tener garantizado el alimento. “Durante la pandemia, las mujeres hemos comido, y lo que no nos alcanzamos a comer, lo regalamos a quienes no tienen huerto. También vendemos una parte de la cosecha. Ya con eso podemos llevar ingresos. Por ejemplo, yo saqué bastante pepino. No me lo alcancé a comer todo, entonces regalé una parte y la otra la vendí. Si logré vender $5, con eso ya tenía para comprar sal y azúcar”, cuenta.

Reina es enfática en la necesidad que tienen las mujeres de apropiarse de los espacios. Busca, entre otras cosas, que sus compañeras del cantón logren autonomía. En ese sentido, Marroquín menciona que “el empoderamiento económico es elemental para que las mujeres se puedan sentir independientes, no solo en organizarse, hablar y decir lo que piensan, sino también en que tengan la capacidad económica de estar en situaciones de libertad”.

Para esto, dice Ana Castillo, coordinadora de Soleterre, ONG que trabaja con OSC comunitarias con enfoque de Derechos Humanos, es importante que las mujeres ocupen espacios de liderazgo dentro de las comunidades, pues históricamente se ha buscado excluirlas. “Se suele pensar que las mujeres no tienen capacidades ni propuestas, cuando es al contrario. Está demostrado que ellas tienen grandes capacidades en términos organizativos, y que pueden abonar mucho a acciones de desarrollo como tal”, explica.

También agrega que, en las zonas rurales, como en gran parte de la sociedad salvadoreña, la mayoría de familias están a cargo de las mujeres. “Entonces, ellas llevan la responsabilidad de sus hijos e hijas y, por tanto, el tema de la comunidad les compete. Ahí, ellas son protagonistas”, comenta.

Reina y las mujeres de la organización trabajan sus huertos con repelentes y abonos orgánicos. Eso es parte de la lucha por mejorar las condiciones medioambientales en su cantón. Sueñan poder enseñar a otras mujeres a cosechar en huertos caseros, y que el siguiente año sean más las que se sumen a la iniciativa.

“Este proyecto nos ha ayudado psicológica y económicamente. Cuando estábamos en la cuarentena, nos dedicábamos a cuidarlos. No andábamos pensando en que nos íbamos a enfermar. Por eso, vamos a tratar la manera de trabajarlos mejor. Estamos pensando en que, cuando ya estemos bien superadas, y que ya saquemos bien adelante los huertos, vamos a abrir un mercadito para las mujeres. Esa es mi visión”, concluye Reina, y vuelve a sonreír con la mirada.

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