Escribiviendo

Las calles de San Salvador

Una norma para los de pie: nunca pasen delante de un vehículo detenido ante el rojo del semáforo, pues el conductor está atento al verde, y si no sabes saltar, de seguro te va a arrastrar.

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En recuerdo de mi primer libro favorito, “Las mil y una noches”, cada 15 días traigo a la imaginación al niño que leyó Ali Babá y los cuarenta ladrones, Aladino, Simbad, Sherezada… con esa vieja influencia recorro las calles del Centro Histórico de San Salvador. Trato de redescubrir las situaciones benignas de épocas pasadas en una ciudad tranquila. Recorrer ahora las calles de San Salvador permite, también, registrar algunos de sus rasgos históricos contemporáneos, como insumos de mi narrativa histórica que requiere de detectar lo real.

No hubiera podido, por ejemplo, escribir “Cuzcatlán, donde bate la mar del sur” de no tener contacto directo con campesinos salvadoreños refugiados en Costa Rica. Tampoco escribir “Un día en la vida” de no haber visitado en ese mismo hermano país a cinco mujeres humildes. Llegaron a denunciar el estado de sitio de la ciudad de Aguilares –escenas que se pueden ver en la película “Salvador” (sic) del australiano John Duigan–. La entrevista me dio el estímulo creativo.

Volviendo a “Las mil y una noches”, cuyo origen tiene casi 1,200 años, el califa Harún al-Rashid al recorrer las calles de Bagdad, o de Alepo (en las actuales Irak o Siria), se disfrazaba de mendigo y salía a para ver él mismo si se cumplían sus leyes, reparaba en directo los problemas urbanos para no dejarlos en la confianza de sus asesores, que a veces pueden ser de desconfiar. De esa manera el califa le daba respuesta correcta, como gobernante, a los problemas de su pueblo. En mi caso me disfrazo de ciudadano y dejo a un lado el escritorio burocrático para apropiarme de mi hábitat citadino del pasado.

Aunque ahora se pueden hacer recorridos en autos blindados y vidrios polarizados, no es lo mismo, aunque algo es algo. Para ver las desigualdades y los defectos citadinos a la velocidad del vehículo, pues no siempre el cerebro es tan veloz como el vehículo para detectar lo que pasa frente a nuestros ojos.

En ese trajín de mil y una noches me doy cuenta, por ejemplo, de la deshumanización de las pasarelas –tema abordado varias veces, no insistiré por ahora, que no es con mala intención, sino resultado de vacíos humanísticos de funcionarios que alguna vez justifican los atropellos y muertes por no subirse a las atentatorias llamadas pasarelas–. Si alguien muere atropellado es su culpa, por no subirse al horroroso armatoste; y lo peor: en mis consultas la mayoría admite que el funcionario tiene razón, “mueren por su culpa”. Parte sin novedad. Un asesinato más ¿y qué? No olvidar que el de arriba educa o deseduca al de abajo.

Les cuento algunas experiencias personales: intento cruzar una calle ancha y me prometo no correr, pues el semáforo me da vía verde. Una agente de tránsito dirige el paso con un silbato sin darse cuenta de que este escritor ha comenzado a caminar en verde. No le deseo a nadie quedarse esquivando conductores en sus vehículos a alta velocidad, que huyen de sus irrealidades.
Por supuesto que sobreviví, pero aproveché un espacio apropiado para dirigirme a la agente, explicándole que no solo los automovilistas tienen prisa, también el peatón –ignora mi interés por colectar insumos para mi futura novela–. La joven agente, azorada ante mi reclamo me dice: “Disculpe, que le vaya bien”. Ok, por lo menos, no hay que pelearse con la cocinera. Mi consuelo fue que por lo menos podía hacerla reflexionar.

Otra vez, en la avenida Washington, cuando iba a la mitad de calle se adelantó un auto y me quitó el paso. Esto ocurre cientos de veces, pero esta vez iba de malas pulgas y me quedé frente a frente con el conductor, y le hice una ligera seña para que retrocediera. Su mirada de crimen me hizo volver a la realidad. Ni modo, tuve que dar la vuelta por detrás del vehículo.
Una norma para los de pie: nunca pasen delante de un vehículo detenido ante el rojo del semáforo, pues el conductor está atento al verde, y si no sabes saltar, de seguro te va a arrastrar. Porque el peatón carece de libre paso, una anormalidad que se considera normal, pese a que pagamos un fondo de vialidad, impuesto que me da “derecho”, entre otras cosas, de caminar por la calle. Se agregan los vehículos en la acera: es el peatón quien debe bajarse y exponerse a la muerte.

Y si no, veamos los fallecidos por accidentes de tránsito en 2017 hubo 9,462 lesionados y 1,245 fallecidos.
En el primer cuatrimestre de 2018, enero a abril, llevamos 3,288 lesionados y 455 fallecidos. Si hacemos una proyección elemental (o al tanteo, como se dice popularmente) significa que en 2018 tendríamos 9,462 lesionados y 1,465 fallecidos. Horror. Más muertos y discapacitados de por vida. Si hubiese hijos o familia, ¿quién responde por ellos? Se podría decir que el causante directo, la víctima.

Dada la situación económica de la gran mayoría de salvadoreños, una vida puede costar entre $500 a $2,000, si se tiene suerte. Aunque también el Estado debe proteger la vida de sus habitantes o prevenir el riesgo de perderla.

Una propuesta: hacer un llamado a quienes tienen iniciativa de ley. Hay leyes y reglamentos que podrían evitar la tragedia nacional que estamos viviendo. ¿Qué les parece si se elevan las multas y se cobran sin distinguir influencia (recordar a motoristas de buses que llegaron a tener hasta $8,000 de multa)? Y así podemos evitar la incultura de la impunidad.
La clave, en fin, es hacer cumplir la ley. O será el Estado que responderá por esa carga. ¿Y los verdaderos responsables? Esa sería misión de la Sala de lo Constitucional que por ahora dictamina sobre violaciones constitucionales relacionadas con el tema político. Ya vendrá el tiempo de velar por los derechos violentados del ciudadano común, también establecidos en la Constitución.

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