Escribiviendo

La imaginación frente al poder

A veces, la imaginación crea realidades que son inentendibles por una sociedad contemporánea del artista, caso emblemático es Mozart, genio cósmico.

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En los movimientos juveniles de la década del sesenta del siglo pasado, en Woodstock (USA), en París (mayo 68); los Beatles, y luego proyectados en México, Tlatelolco (octubre 1968), se creyó mucho en la frase emblemática de los jóvenes: “La imaginación toma el poder”. Bueno, la imaginación es subjetiva, el poder es real. No pareciera que lo imaginativo prevalezca sobre lo real del poder, aunque se le puede enfrentar (en Tlatelolco murieron 500 jóvenes). Porque se insiste en hacer reflexionar a las cúpulas, pese al costo en vidas y en desilusión. En los casos mencionados, la imaginación perdió, culmina con el asesinato de John Lennon.
Escribo poesía desde educación básica, y cuando alcancé la mayoría de edad, ya había descubierto la clave musical necesaria del verso, sin cual es difícil lograr un buen poema. Obtuve algunos premios centroamericanos, incluyendo el Rubén Darío, pero al llegar a los 28 años, decidí que mi ruta era una comunicación directa, como es la narrativa donde imaginar es enfrentar lo real para descubrir otro tipo de realidad. Y así, pasé del género poético, más difícil, porque significa descubrirse a uno mismo, para pasar a la novela que es conocer a los demás. Los novelistas pretendemos transformar estéticamente lo real en algo creíble aunque se base en lo ficticio, en lo increíble. En ninguno de los dos casos se trata de magia ni de ser iluminado por musas o duendes. En la poesía se trata de desnudar las emociones, en la narrativa se requiere percepción, informarse, conocimiento.
De ese modo conocí a mujeres campesinas, caso de “Un día en la vida”; o campesinos en general, como en “Cuzcatlán donde Bate la Mar del Sur”; o bien conocí la vida de jóvenes, caso en “Caperucita en la Zona Roja”; y descubrí a un niño poeta en San Miguel de “Siglo de O(g)ro”. El reto es que la irrealidad se vuelva creíble.
Hace unos dos años este suplemento cultural publicó una entrevista de Jorge Tetl Argueta (con más de 22 libros infantiles bilingües publicados en Estados Unidos). La entrevista llevó por título: “La poesía me salvó la vida”. Conozco a Argueta desde cafetines hispanos de San Francisco, California, y lo entiendo muy bien, por su fuerza imaginativa lúcida que le ha hecho ganar varios premios (acaba de ganar dos premios más en este enero), envía un mensaje que llega desde nuestro agujero de flores, de lagos, montañas, lluvias de estrellas y volcanes. Antes estuvo a punto de perder la vida en el desierto y desde sus vicisitudes prometió a los dioses dedicarse a la poesía. En otro contexto conozco casos de empresarios en el área de Washington y Virginia que salvaron su vida y ahora contribuyen a salvar la vida a muchos emigrantes. Es otra cosa, aunque no cabe duda de que en los dos casos la imaginación crea vida.
Recalco lo imaginativo en el arte. No me imagino a Picasso pidiendo permiso a Dora Maar o a Fernande Olivier (parejas del genial pintor) para pintarlas como las imaginó, no con los rasgos clásicos de un retrato, sino descubriendo la belleza en la aparente fealdad. No pedir permiso también es propio del periodismo cuyo límite es no difamar ni manipular. ¿Caso del llamado panfleto? ¿Es panfletario César Vallejo en su poemario “España aparte de mí este cáliz” o Neruda en “España en el corazón”? Hay que analizarlos literariamente y no con los prejuicios. Tampoco me imagino a Rubén Darío pidiendo permiso a las bellas damas nicaragüenses para hacerles un poema (a Margarita Debayle), o a Becquer pidiendo permiso a su amada Julia Espín.
Podemos asegurar que la clave de la obra literaria es transformarla con la emoción de modo que pasados los años, lo que perdure sea el poema, como la imagina cada uno de los miles de lectores que lo han leído a través de los años. La obra de arte sobrevive más allá de la realidad que le dio origen, y del poder real.
A veces, la imaginación crea realidades que son inentendibles por una sociedad contemporánea del artista, caso emblemático es Mozart, genio cósmico, y Van Gogh, que nunca se explicó por qué sus cuadros no gustaban a nadie. Pasaron cinco años para comprender al genial holandés, aunque ya estaba muerto. Van Gogh y Mozart viven más allá del poder que les negó aceptación, al igual que Rubén Darío; al gobernador político que lo envió a empedrar las calles nada más se le recuerda como un idiota. Y Darío es el príncipe en Nicaragua.
La clave para aclarar estas incomprensiones es saber que el artista mira, escucha y percibe historias de la oralidad o bien tienen origen en libros (casos de la novela histórica) o en periódicos (la llamada novela negra). O recibe inspiración de otros autores. Por ejemplo, mi “Cuzcatlán donde bate la mar del sur” no la hubiera concebido como quedó al final si no hubiera leído la novela de H. D. Lawrence “Mujeres apasionadas”, ¡una novela del siglo XIX! Y no habría escrito mi novela “El valle de las hamacas” de no haber descubierto una carta de Pedro de Alvarado a Hernán Cortés donde se narra la batalla de Tacuscalco, la primera masacre de los guerreros pipiles. A propósito esa localidad, ha sido recordada estos días por encontrarse en riesgo su destrucción. Una gran señal de identidad nacional.
Muchas de las obras artísticas hacen conocer una época, una personalidad, un suceso, de no haber sido rescatadas por una escritora, caso de Rigoberta Menchú, nadie sabría la existencia de esta. Tampoco conoceríamos “La ilíada” ni la “La odisea”, transcritas desde la oralidad.
La imaginación descubre temas que para el poder son invisibles. Sin embargo, sin ese imaginario, no tendríamos todo el conocimiento que exige advertir nuestra razón de ser, cómo somos, que descubriría cómo podríamos transformarnos a partir de lo que hemos sido. No existiría la Nación, un concepto abstracto y vital que otorga fuerzas para sobreponernos a pobrezas, guerras y calamidades.

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