«Buscamos en las comunidades el espacio que antes ocupábamos en las escuelas»

Para Ana Castillo, coordinadora de Soleterre, la virtualidad no fue una opción para trabajar con las comunidades durante la pandemia. Eso, para ella, implicaba dejar excluidas a las personas más necesitadas, a las que nunca se llega. Por eso, desde que comenzó la cuarentena, trasladó al territorio todos los esfuerzos que antes realizaban en los centros escolares.

Fotografías de Wendy Urbina
Ana Concepción Castillo, cordinadora Nacional de Soleterre. Fotografías de Wendy Urbina

En Chalatenango, las comunidades Motochico y Los Leones quedan bien escondidas. Están lejos de las casas que tienen acceso a internet, televisión o teléfonos inteligentes. Están cerca de un río que, por las lluvias, corre con fuerza y llena el lugar con el sonido de su paso. Por ahí camina Ana, apartando con la mano algunas ramas que amenazan con golpearle la cara y levantando los pies cada vez que se encuentra con un nacimiento de agua. Se detiene unos segundos frente a las casas que encuentra en su camino, se asoma y saluda. Le devuelven el saludo. Lo hacen con un tono cargado de afecto y familiaridad. Muchos de ellos son padres de los niños con los que ella trabaja en el proyecto de Escuelas y Comunidades Inclusivas.

Ana Concepción Castillo no paró durante la pandemia la labor que viene realizando con Soleterre, una ONG de la cooperación italiana, desde 2007. Esas comunidades que ahora visita con proyectos de educación y prevención de la violencia la vieron crecer. Y, en el 96, la vieron irse. La situación de pobreza extrema que atravesaba su familia, de siete hermanos y una mujer queriendo sacarlos adelante sola, la obligó a buscar mejores oportunidades en Italia. Allá, logró sacar un técnico en trabajo social. Volvió a El Salvador 12 años después. Ahora, estudia una licenciatura y también es la coordinadora de la ONG.

Ana trabaja en comunidades que tienen baja escolaridad. Eso se debe, en buena medida, a que no tienen una escuela cerca. Para llegar, hay que caminar mucho, por lugares solos que, para cualquier niño, resultan peligrosos. Muchas de las niñas de la zona llegan hasta sexto grado, porque seguir yendo las vuelve posibles víctimas de violación. Ya ha pasado. Otros abandonan la escuela para irse a trabajar al campo, con sus padres. Y otros no la comenzaron nunca.

Ana cuenta en esta entrevista cómo, desde Soleterre, han intentado alcanzar a los niños un poco de educación, recreación e, incluso, comida, durante estos meses de crisis. Habla sobre la dinámica de traslado a las comunidades del proyecto de educación inclusiva que tenían en los centros escolares, y sobre cómo ha vivido el trabajo en el territorio en tiempos de la Covid-19.

 

¿De qué trata el proyecto Escuelas y Comunidades Inclusivas?

La intención es que escuelas y comunidades actúen en bien de la educación de las niñas y los niños. Esto tiene como origen reconocer que la comunidad es parte de su proceso formativo. Por eso, el proyecto tiene dos componentes muy importantes: el trabajo con miembros de la comunidad educativa y el trabajo con madres, padres o cuidadores de todos los municipios en los que tenemos presencia.

También trabajamos con ellos la prevención de la violencia. Porque, después de un diagnóstico que hicimos cuando iniciamos el proyecto, nos encontramos con casos de maltrato infantil. Aquí hay violencia intrafamiliar. Hay diferentes tipos de violencias que se viven en la comunidad y que, lamentablemente, también se viven en la escuela.

¿Cómo logra, en medio de la pandemia, llegar a los niños que con la educación a distancia no se está logrando alcanzar?

He estado en las comunidades, junto al equipo, desde que comenzó la cuarentena. Esto, porque activamos un plan de contingencia ante la pandemia. Nos tocó repensar y reacomodar muchas actividades, porque la mayoría que se realizaban con niños y niñas se llevaban a cabo en los centros escolares, y fueron cerrados. En ese proceso de cambio, lo que hicimos fue involucrar a los actores locales: las adescos y las familias. Nos preguntamos: ¿qué podemos hacer con la situación que estamos viviendo? Lo que hicimos fue trasladar las actividades a la comunidad, excepto las que involucraban directamente a los equipos docentes. Es decir, buscamos en las comunidades el espacio que antes ocupábamos en las escuelas para desarrollar talleres de habilidades para la vida y habilidades blandas, por ejemplo. Por supuesto, aplicando protocolos de bioseguridad estrictos, como el uso obligatorio de la mascarilla, la aplicación de alcohol gel, el distanciamiento social y la toma de la temperatura.

Muchas de esas familias viven con lo que ganan a diario, y con todo cerrado, ya no tenían ingresos. Estaban en una situación desesperante. Yo me ponía a pensar en cómo estaban los niños, en cómo estaban las mujeres que los crían solas, que ganan dos o tres dólares porque han hecho una hamaca en el día. Y, con la situación, ya no contaban ni con eso.

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¿Qué se ha reorganizado del trabajo con las niñas y los niños ahora que las actividades se encuentran en las comunidades?

Hemos activado grupos y minigrupos de refuerzo psicoeducativo, porque la parte psicológica es elemental. Sí se han hecho las tareas de matemáticas, se han hecho las tareas de cada materia, pero primero hemos trabajado la parte psicológica. Y comenzamos hablando de cómo puede cada quien, la familia o la comunidad, trabajar para superar el miedo al contagio del coronavirus. Porque no hay que negarles a los niños y a las niñas que la pandemia no va a desaparecer de un día para otro. Eso nos llevó a que, a través del enfoque territorial con el que ejecutamos el proyecto, el acceso a las familias no se nos negara, incluso durante la cuarentena.

Ese abordaje psicológico de cómo vamos enfrentando el miedo al contagio permitió que las familias autorizaran que los niños se reunieran. Tenemos minigrupos de cuatro o tres niños, porque estamos en comunidades que no tiene una casa comunal. Por eso, una familia nos ha abierto un espacio en su casa. Y sabemos que para ella eso es un riesgo, porque llegan otras personas ajenas a su hogar, sin embargo, son familias que reconocen la gran necesidad que hay, y a pesar de todo nos abren su puerta.

¿Cómo cambió su trabajo con la llegada de la pandemia?

Fue un cambio radical, porque el MINED es un socio del proyecto y, constantemente, estábamos coordinándonos con la Departamental de Educación y con los centros escolares, pero eso se cerró con la llegada de la pandemia. Ahí fue cuando dije: «aquí hay que entrar con la comunidad». Y eso se ha vuelto clave, porque ya no solo es que necesito que se me abra un portón, es ver a diario, casa por casa, lo que están pasando estas familias, estos niños, y buscar soluciones. Eso me ha llevado a trabajar tres veces más durante estos meses de crisis.

Cuando traslada las actividades al territorio, ¿qué situaciones logra identificar?

En lo peor de la crisis, llegamos con paquetes de víveres a las comunidades, porque sabíamos que las familias con las que trabajamos estaban sufriendo hambre. Muchas de esas familias viven con lo que ganan a diario, y con todo cerrado, ya no tenían ingresos. Estaban en una situación desesperante. Yo me ponía a pensar en cómo estaban los niños, en cómo estaban las mujeres que los crían solas, que ganan dos o tres dólares porque han hecho una hamaca en el día. Y, con la situación, ya no contaban ni con eso. Por eso, vimos cómo reubicábamos fondos y, aunque no eran muchos, pudimos entregar como 800 paquetes de alimentos. Eso permitió reconstruir, a pesar de la coyuntura de la pandemia, esa relación propositiva con las familias para beneficio de los niños y las niñas.

En ese momento, descubrimos que la violencia había incrementado. Yo, que visito las comunidades y a las familias, no quiero enjuiciar a nadie. No, es que a raíz de que nos conocemos y de que analizamos todo el tema que está en torno a la educación y a la prevención de la violencia, nos motivamos a buscar estrategias aún en medio de la crisis.

¿Qué necesidades ha identificado a nivel educativo?

Desde que se suspendieron las clases, hemos impreso aproximadamente 8 mil guías de las que el Ministerio de Educación está compartiendo de manera digital. Había muchos niños y niñas que de ninguna forma iban a poder acceder al contenido en esa modalidad. Hay muchas familias que no tienen ni teléfono, otras sí tienen, pero no iban a recargar porque su preocupación es comer, no poner internet. Nos encontramos, además, con personas que no saben ni qué es un PDF. No tienen la aplicación para verlos. Por eso, se comenzó la misión de imprimir las guías.

En este proceso, la experiencia que hemos vivido junto a las familias y los docentes ha sido muy interesante, porque hemos llegado a niños y niñas que era seguro que se iban a quedar sin el acceso a estos materiales. No por falta de voluntad de ellos o de sus padres, sino porque las condiciones en las que viven, normalmente, los excluyen de ciertas acciones.

¿Cómo se ha sentido estando en el territorio estos meses?

Al inicio, tuve mucho miedo. Fue en lo personal, pero también por todo el equipo técnico que tengo a mi cargo. Había que animarlos a que saliéramos al territorio. Yo tenía muy claro que el proyecto no podía quedarse encerrado, que el proyecto en línea no me iba a permitir llegar a los que siempre están excluidos. Pese a eso, tuve temor de contagiarme y de contagiar a todas las personas que yo iba a ir a visitar. Esa era mi mayor preocupación, que pudiera ser asintomática y llegar a conversar con la gente o a ver a los niños y a las niñas y convertirme en quien los contagiara.

Los primeros días me iba con esa inquietud. Decía: «ojalá no haya llevado el virus a esta casa. Ojalá que hoy que me reuní con estas personas no les haya transmitido ninguna enfermedad». Pero también pensaba que si era yo quien estaba animando a la gente a que continuara con el trabajo, tenía que superar ese miedo primero. Poco a poco me fui sobreponiendo, y ahora estoy más convencida que nunca de que no debemos detenernos.

 

En medio del temor y la incertidumbre, ¿hay algo que disfrute de manera especial cuando trabaja en las comunidades?

Encontrarme con la gente. Encontrar al niño que a las 7 de la mañana ya está listo porque va para el taller psicoeducativo, al taller de dibujo y pintura o al de manualidades. Y ahora, por la mascarilla no le puedo ver la sonrisa, pero sus ojos comunican que va contento. También conversar con las madres y los padres sobre cómo están viviendo esta situación. Dialogar con las adescos y las directivas de lo que está pasando en la comunidad. Me encanta.

Todo eso lo disfruto porque sé que, poco a poco, vamos construyendo una resiliencia comunitaria, y eso es muy importante. Necesitamos saber que en nuestras comunidades tenemos recursos, capacidades y habilidades. A mí me gusta escuchar que la gente ya hace propuestas, que no solo tiene un listado de las cosas que cree que necesita o que necesita, sino que dice: «aquí estoy, ¿dónde voy a traer la guía?». Con eso, ya está diciendo: «estoy a disposición para hacer mi parte». Para mí, a diario, esa es una fuente de inspiración.

De todas las situaciones difíciles con las que se ha encontrado en las comunidades durante estos meses, ¿cuál es la que más le duele?

Me duele ver la desprotección de muchos niños y niñas. Eso me hiere, pero también me reta a seguir comprometida, porque la niñez tiene propuestas muy claras. Ellos me dicen: «yo quiero esto», «esto me gusta». Y cuando veo a esos niños descalzos, que me les acerco a las 10 de la mañana y escucho que el estómago les hace ruido porque no han comido, ahí es que yo digo: ese es mi reto. Por eso, tenemos que sumar esfuerzos con instituciones y organizaciones, porque las comunidades están listas para trabajar.

En la zona hay muchos niños no escolarizados, ¿cómo ha sido su experiencia con ellos?

Es una experiencia dolorosa, y, al mismo tiempo, es una experiencia que me confirma la historia. El no invertir como se debe y como se necesita en la educación, nos lleva a tener a niños de 10, 12 años que no están escolarizados. Nosotros recibimos en nuestro proyecto a niños que viven diferentes situaciones y condiciones. Ahora, por ejemplo, lo sabemos muy bien, porque ellos nos lo dicen, de manera muy inocente: «yo ya no seguí», y agachan su cabecita. Y uno podría decir que no siguió porque no quiso, pero no, no siguió porque no pudo, que es muy diferente.

Del trabajo en las comunidades, ¿qué ha sido lo más difícil?

En algunos sectores, convencer a las personas de que, a pesar de la coyuntura que vivimos, podemos sentarnos y dialogar, aunque sea a dos metros de distancia, sobre lo que se puede seguir haciendo. Eso ha sido complicado. Y ese es el riesgo, que nos escondamos detrás de la pandemia y nos acomodemos.

La pandemia ha aumentado el riesgo de exclusión para la gente que siempre ha estado en esa situación. Ha destapado esas ollas que estaban tapaditas en nuestra sociedad. La pandemia ha venido y le ha dado vuelta a la tapadera y nos ha dicho: «mire, esta es su realidad. El niño va a la escuela sin comer, no tiene zapatos. La señora se anda endeudando pidiendo lo que va a ganar mañana para darle los tres tiempos de comida». Y los actores locales y las organizaciones que prestamos servicios nos debemos a esa sociedad. Tenemos que ser sus voces y sus ojos.

¿Qué ha sido lo más cansado en todos estos meses?

Ser maestra de mi niña y mi niño que estudian. Porque, como miles de mujeres, no tengo la formación académica para hacerlo. Soy madre, soy esposa, soy estudiante y soy coordinadora del proyecto. Pero de todas esas funciones que desempeño con mucho compromiso y con mucho amor los siete días de la semana, la más cansada, desde marzo, es ser maestra. Ahí es donde yo me pregunto cómo hacen las mujeres que no tienen quien las apoye, que son madres solas y que no han tenido la oportunidad, como yo sí la he tenido, de llegar a la universidad. Tal vez se quedaron en tercer grado, en cuarto grado, y sus hijos están en tercer ciclo. O como me decía una vicepresidenta de una adesco: «Conchi, yo estudié noveno, pero no puedo ayudar a mi niño de tercer grado. Y entonces yo lloro porque no sé qué hacer». Y, a veces, escucho que solo culpamos a las familias, pero hay que preguntarnos por qué las familias no lo hacen.

Con lo que ha visto y vivido hasta este momento, ¿qué le preocupa a futuro?

Me preocupa que no respondamos como debemos, amparándonos en la situación de la pandemia. A mí eso me da mucho temor. Que sigamos dejando solas a las personas que siempre han estado solas. Y, ahora, pueden tener esta crisis como justificación para decir: «no puedo ir porque está el virus». Sí puede ir si toma todas las medidas de seguridad. Me angustia que así como la pandemia nos vino a destapar las ollas, las vuelva a tapar. Y se queden así, mientras los niños, las niñas, las mujeres y las personas adultas mayores se encuentran desprotegidas.

¿Qué es lo que usted se lleva del trabajo que ha estado realizando durante la situación de emergencia?

Me llevo la sonrisa de las niñas y los niños. Me llevo la gran energía y compromiso de las madres, y también de algunos padres. Pero casi siempre son las madres las que están en primera línea. Es que las mujeres están pendientes desde las cuatro de la mañana hasta las 9 de la noche. Están pensando en la guía del Ministerio, están pensando que el niño no estudió. Cuando eso pasa, ellas se sienten mal porque no estudió, y con su mirada siguen buscando apoyo, y, a la vez, comunicando esa disponibilidad que tienen para comprometerse.

Cada día recojo eso en mi trabajo: la disposición de madres y mujeres cuidadoras, analfabetas a veces, pero que están preocupadas porque el niño o la niña no está estudiando. Que ya no hay cupo en el taller artístico que estamos dando, «en el próximo me lo pone», me dicen. Siempre me llevo eso a mi casa. Por eso, es importante que también se valore y se piense en programas enfocados en cómo acompañar a las jefas de hogares que están al frente del proceso educativo en esta pandemia. Y no enjuiciarlas preguntando por qué no ayudan, por qué no quieren hacerlo. Detrás de ellas hay una historia, hay un cansancio diario que solo ellas saben cómo van a resolviendo.

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