Carta Editorial
Aquí hay talento, señala este ganador de un Óscar. Eso, sin embargo, no basta si no hay, a la par, un proceso formativo.
Uno de los ejemplos más prácticos del poder transformador del arte son los municipios de La Palma y San Ignacio, en Chalatenango. Hace décadas, estos lugares –metidos en una zona en recuperación de un país posguerra– empezaron a destacar en el mapa gracias a los colores de un artista; uno que decidió vivir allá para pintar semillas. Y no solo eso. Llegó para colocar pinceles y pinturas en las manos de unos vecinos que en la vida habían tenido una oportunidad de ese tipo. No solo pintó, hizo escuela. Fernando Llort, quien falleció hace poco menos de un mes, transformó a otros. Formó artistas. Y dejó un legado que vivirá por siempre en las manos de los vecinos.
Esta idea de educar a través de los proyectos artísticos no es exclusiva de la pintura. André Guttfreund, cineasta, explica en la entrevista con la periodista Valeria Guzmán cómo se puede aplicar en el área audiovisual. Muy temprano en la plática habla sobre lo indispensable que es educar a las personas para llegar a obtener frutos de sus talentos.
Y ahí, justo, es en donde aparece el problema. Por tradición se invierte mucha plata en obtener resultados para presentarlos como logros de x o y gobierno. Pero son resultados vacíos, meras casualidades afortunadas, porque no llegan como colofón de un proceso educativo. No permanecen.
La frustración que Guttfreund deja ver en esta conversación no es gratuita. Pero ha sido la cosa más difícil de entender para gobernantes preocupados más por llenar de resultados inmediatistas sus memorias de labores que por dejar un legado que sí sirva de impulso para el desarrollo. Aquí hay talento, señala este ganador de un Óscar. Eso, sin embargo, no basta si no hay, a la par, un proceso formativo. De talentosos artesanos estaban llenos La Palma y San Ignacio, y nadie lo sabía, hasta que llegó Llort a encender la llama que iluminó todo.