Meridiano 89 oeste

Semos espectadores emancipados

El arte político precisa de un público para poder existir, pero lo hace haciendo espectadores pasivos de seres humanos activos.

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Investigadora y escritora radicada entre Madison, Wisconsin, y San Salvador

Es un acto sumamente íntimo que alguien, una persona desconocida, te entregue las manos para lavárselas. Eso aprendí bien hace unos días que les lavé las manos a cientos de personas. Ese rito de purificación fue parte de un performance titulado “Song for The Beloved” dirigido por Honor Ford-Smith y que recordaba la violencia política en Latinoamérica.

Quizás hablar de un performance no sea la mejor manera de describir lo que se llevó a cabo en escena. Era más bien un espacio intervenido con objetos, mesas, arena, velas, artefactos, piedras del mar e imágenes para montar una escena en que el público tenía la oportunidad de recordar a sus seres queridos, los que habían fallecido en situaciones violentas, y pensar en la reconciliación social.

Mientras el público caminaba por la escena, los actores los guiaban en actividades para facilitar la reflexión y el diálogo. Mi papel directo como actor en la instalación era lavarle las manos a cada participante como una manera de prepararlos para entrar a la escena. Más que un rito de purificación rápido, entendí que el hecho de lavarles las manos le señalaba a cada persona que estaba por entrar a un performance radicalmente diferente sin espectadores; les tocaba ser participantes activos y no voyeurs pasivos en la escena. Mojarles las manos con agua, pulsarlas táctilmente y luego secárselas con toalla les recordaba del poder de las manos y la potencia humana de actuar.

Mi participación en “Song for The Beloved” me llevó a reflexionar sobre el arte político de El Salvador. En varios momentos de la historia del arte y de la cultura visual en El Salvador el tema político ha sido evidenciado de manera frontal en monumentos, esculturas patrocinadas por el Estado, en murales, en algunas obras de teatro y en museos. Como parte del público nuestra función en relación con estas imágenes ha sido verlas pasivamente. En los años setenta-ochenta, por ejemplo, dichas visualidades fueron usadas en apoyo de proyectos políticos revolucionarios y las imágenes y escenas representadas pretendían despertar la consciencia del público.
En los últimos 20 años estas fueron resemantizadas para ajustarse a las distintas necesidades que surgieron y se afinaron en la posguerra. Siempre el papel del público ha sido recibir estas imágenes sin oposición ni diálogo. Si pensamos en los murales más recientes de Antonio Bonilla, por ejemplo, el arte político representa una versión necesaria de la historia a partir de la conquista, pero a la vez reproduce un modelo didáctico en que aprendemos sobre la memoria colectiva de una manera pasiva. Frente a estos murales somos espectadores distantes del pasado sin la posibilidad de traer a colación experiencias propias vividas y sin la capacidad de intervenir en la historia colectiva.

En su trabajo crítico, Jacques Ranciere escribe sobre esta paradoja, que el arte político precisa de un público para poder existir pero lo hace haciendo espectadores pasivos de seres humanos activos, gente con sus propias historias políticas. Cuando terminé lavándoles las manos a los últimos grupos que entraron en la escena de “Song for The Beloved”, me uní a unas de las mesas de diálogo que se habían formado en escena. La pregunta que discutían los participantes era sobre cómo era posible la reconciliación social luego de tantos traumas vividos y qué condiciones necesitaban darse para llegar a la paz social.
Son estos los diálogos y estos los tipos de espacios que nos precisa abrir en los centros artísticos de nuestro país, espacios donde no solo nos toca ser espectadores pasivos que miramos la violencia histórica y actual en representaciones artísticas e históricas, sino espacios para poder dialogar sobre estos temas de una forma dinámica, constructiva, catártica y curativa.

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