Meridiano 89 oeste

Cómo se va un aguacatero

Después de todo, a la realidad no le importa lo que pensemos de ella. Un colibrí es un colibrí sin importar si nos parece una belleza o si le asignamos otro significado.

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Investigadora y escritora radicada entre Madison, Wisconsin, y San Salvador

Era una perra mayor, pero como la encontramos en un refugio de animales, nunca supimos su edad exacta. Había señales en los últimos meses de debilidad y de cansancio e incluso mi vecina, que trabaja en un hospital veterinario, se acercó para examinar a la perra. Me dijo que parecía tener algún decaimiento neurológico. Su consejo fue: «Se ve contenta y feliz. Mientras coma y tenga más ratos buenos que ratos malos, no hay remedio aparte de amarla y mimarla.» Yo prefería ver su desequilibrio y la forma en que inclinaba la cabeza como cosas normales en una perra mayor.

Cuando se caía en casa me preocupaba, pero siempre recuperaba el equilibrio y seguimos con nuestros días. Comprendí, en mi mente lógica, que la perderíamos, pero de alguna manera esa idea nunca entró en mi corazón. Me negué a aceptar la realidad porque todavía era posible huir de ella. No quería afrontar directamente el tiempo ni la muerte. Mientras tanto, la realidad me llamaba a ser consciente de ella y a entregarme a ella, a ceder a todos sus colores, olores y sonidos, a no rechazar nada, a aceptarla completamente sin reservas ni distracciones. Lo que habría ganado hubiera sido más aprecio por cada uno de esos últimos preciosos momentos fugaces.

Esta semana, la realidad por fin me agarró sin ninguna manera de zafarme de ella. La sensación de no poder esconderme de la muerte cuando nuestra querida perra moría en mis brazos fue intensa. Llamé a mi hijo a la habitación donde estaba con mi hija para que él también pudiera despedirse de ella. «Se está muriendo,» le dije rotundamente. Pronuncié las palabras y sentí que me envolvió de un solo una realidad que rápidamente me abrumaba. Esta vez, cuando traté de retirarme y alejarme de la situación, ya estaba inmersa en su tsunami. Ya no había nada que me distrajera de la realidad. No importaba que yo quisiera que fuera de otra manera. No quedaba nada que hacer aparte de seguir avanzando hacia la aceptación.

Al día siguiente, hice todas las cosas difíciles que acompañan a la muerte, pero las hice con la presencia de un corazón desgarrado. No había nada que hacer aparte de relajarme en la certeza del dolor y la pérdida. Mientras cavaba un hoyo en mi patio temprano en la mañana y mientras mis hijos dormían, salí del pequeño mundo egocéntrico que siempre me rodea y encontré un espacio más amplio. Dejé de sentirme atrapada por la realidad y me encontré al borde de una expansión. Era como salir de un carro apretado y pequeño en la cima de una montaña.

Los momentos y las experiencias de la vida son impermanentes, como la huella fugaz en el cielo del colibrí que comenzó a aparecer en los días posteriores a la muerte de mi perro. ¿Es posible amar y experimentar la vida sin proyectar constantemente nuestras preferencias en la realidad? Después de todo, a la realidad no le importa lo que pensemos de ella. Un colibrí es un colibrí sin importar si nos parece una belleza o si le asignamos otro significado. En los últimos meses de la vida de mi perra no vi las cosas con claridad por dejar que mi visión se empañara por reacciones emocionales. ¿Será posible amar sin volvernos dependientes y sin aferrarnos al amor?

Por ahora, he encontrado una organización local que recibe y acoge perros. Sacan perros de refugios llenos de animales y de centros de eutanasia y encuentran personas dispuestas a abrir sus hogares temporalmente mientras buscan familias para adoptarlos permanentemente. Cada hogar de acogida salva la vida de un perro y reduce el hacinamiento en el refugio de animales. Los perros que lleguen a mi casa serán transeúntes y no tendré nada a que aferrarme aparte de preciosos momentos fugaces, pero siempre fue así.

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