Árbol de fuego

Más allá del paisaje

El embate natural también fue elemental para Arturo Ambrogi. En sus cuentos, describe fenómenos naturales y plagas devastadoras. En el texto «Cuando brama la barra», el hijo de padre italiano y madre apopense presenta el drama de una inundación hasta las últimas consecuencias.

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Periodista y comunicador institucional

Hay pocos vínculos tan profundos como el de las letras que fraguan a la literatura salvadoreña y la naturaleza. No solo se trata de plasmar la más pura belleza escénica y descriptiva del país, sino de la relación entre la gente y su entorno. Es un registro de las creencias populares sobre remedios, animales, ríos y bosques –que en algunos casos ya no existen–. Una relación trascendental que cada vez parece más rota. Y más allá de lo contemplativo, en muchas ocasiones, busca plantear que el hombre más sabio es quien coexiste en armonía con lo natural y sabe como interpretarlo.

Los hermanos Espino son solo un ejemplo entre tantos textos. El más conocido es Alfredo por libros como «Jícaras tristes» en los que despliega el talante naturalista con el que tanto se relaciona a los literatos locales de principios del siglo XX. Sin embargo, es Miguel Ángel Espino quien en su novela «Hombres contra la muerte» ubica a sus protagonistas en la densa selva beliceña para explorar el conflicto entre el hombre y la depredación natural. La lucha contra la naturaleza como fuente de conflicto con el que se asocia al desarrollo.

El embate natural también fue elemental para Arturo Ambrogi. En sus cuentos, describe fenómenos naturales y plagas devastadoras. En el texto «Cuando brama la barra», el hijo de padre italiano y madre apopense presenta el drama de una inundación hasta las últimas consecuencias. Se narra el minuto a minuto de un diluvio –como el de la tormenta tropical 12-E, en 2011– hasta que los protagonistas del relato mueren ahogados. Mientras que en la narración «El Chapulín», Ambrogi describe una manga de langosta voladora cuando se devoran por completo los cultivos de una pareja de campesinos. A pesar de su desesperación, no pueden hacer nada ante la plaga.

El padre Ignacio Ellacuría valoró el vínculo entre la literatura local y la naturaleza para recomendar a UCA Editores la publicación de «El asma de Leviatán» de Roberto Armijo. El jesuita pocas veces recomendaba un texto. Unos meses antes de morir, en 1989, Ellacuría escribió una carta a Armijo en la que expresaba que una de las cosas que más le impresionó de su libro fue que recogía la vida del pueblo salvadoreño en cuanto a plantas, animales, costumbres.

Desde su exilio en la ciudad de París, el escritor chalateco añora todo y a orillas del Sena fantasea con el rey zope y hace un minucioso recuento de los animales –y la descripción que de ellos hacen los campesinos– que habitan los bosques del norte del país, como «el zorro de agua que en las noches viene a pescar al río Sumpul… la taltuza, animalito que arruina los cafetales y platanares; el cusuco, alimento sabroso; el tepezcuintle de carne que se corta en tasajos y se deja orear» y un largo etcétera.

Pero no solo eso, Armijo se sumerge en la mitología que rodea a animales fantásticos como la zumbadora. Una serpiente llena de magia que, si un hombre es capaz de vencer, después de un férreo combate, le otorga una piedra que lo convierte en mago. Una persona capaz de «conocer el secreto de las plantas, adivinar el canto de los pájaros y deletrear la huella de los animales, saber el paso de la muerte cuando cacarean las gallinas o canta la lechuza». Al final, el hombre sabio no es el que hace hechizos sobre los demás lugareños, sino el que sabe leer lo que dicta la naturaleza.

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