Árbol de fuego

Salvar el lago de Ilopango

Desde pequeño asumí el grandísimo valor que esos abuelos de Ilopango daban a su lago. Algunos se ofendían si alguien hablaba mal de él.

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Periodista y comunicador institucional

Crecí escuchando un cuento sobre el lago de Ilopango. Me lo contaba mi tía abuela, a quien, a su vez, se lo habían contado siendo una niña. Era un cuento simple: hace muchísimos años, unos chinos habían llegado al pueblo de Ilopango y conocieron su lago. Recorrieron sus playas y navegaron sus aguas. Los chinos trabajaban en el pueblo, pero casi todas las tardes bajaban por una calle sinuosa para descansar en sus orillas. Desde el primer momento, se quedaron tan embelesados con él y su belleza que, inteligentes como eran, idearon un plan para robárselo. Lo iban a encapsular para llevarlo a su país. Pero el día que iban a proceder –ya tenían todo preparado– la gente de Ilopango se dio cuenta y los echaron del pueblo. De ese modo habían salvado al lago y lo teníamos que apreciar.

Años después, hablando por casualidad con jóvenes del pueblo me dijeron que sus abuelos les habían contado el mismo cuento. La historia tenía sus variaciones –no eran chinos, sino que japoneses– pero siempre guardaba la misma esencia, la gente salvando el tesoro «lagueño«. Desde pequeño asumí el grandísimo valor que esos abuelos de Ilopango daban a su lago. Algunos se ofendían si alguien hablaba mal de él. Era una especie de lugar sagrado, porque en sus recuerdos, de hace más de 70 años, era ese lugar prístino y bello donde pasaban buena parte de la semana santa, bajo una ramada, escudriñaban el cielo durante los atardeceres o simplemente donde se relajaban pescando.

No sé en que etapa ese profundo vínculo se perdió. Asumo que pudo ser con el desarrollo industrial. La zona franca, las fábricas y la creciente ciudad fueron desdibujando al viejo pueblo y también sus costumbres. Pero no solo eso, sino que también trastocó al lago. Ahora su hermosura contrasta con su contaminación. Cada temporada lluviosa es igual, los ríos que alimentan al lago crecen y su corriente arrastra toneladas de basura, desde los más variados plásticos hasta jeringas hospitalarias. La mayoría son desechos domésticos que la gente tira en las quebradas y el agua lluvia lleva hasta el lago. Mientras que, en la temporada seca, el río Chagüite se tiñe de distintos colores por los desechos de fábricas.

Y no ha habido quien salve al lago de esto. Los años nos han enseñado que nadie ha tenido que venir de un país lejano a robarlo, sino que se destruye desde aquí, por sus mismos vecinos. Pasan los Gobiernos, los distintos discursos, los ministros de Ambiente, y todo sigue igual. Ante la indolencia de las autoridades, son pocos los que han salido a defenderlo, como la Fundación Amigos del Lago (Pro Lago de Ilopango) que organiza campañas de limpieza en sus playas y desarrolla otros proyectos para los habitantes de su cuenca. El resto le ha dado la espalda al lago.

Hace poco, leyendo un texto del francés Fernand Montessus de Ballore (1851-1923), que en su paso por El Salvador escribió de efemérides sísmicas y volcánicas, me encontré que, durante la última erupción de la caldera de Ilopango en 1880, los lugareños atribuyeron el fenómeno natural a una sirena que, según las leyendas, habitaba en el fondo del lago, y que se había enojado por la introducción de un pequeño barco de vapor que operaba desde Apulo por iniciativa del presidente Rafael Zaldívar.

Cuando ocurrió la erupción, los lugareños también dijeron que el Gobierno había vendido el lago para sacar una pilastra de oro que era guardada por el ser mitológico. La leyenda versaba sobre el castigo por generar un desequilibrio en lo natural y, sobre todo, anteponer otros intereses. Era una época en la que el «desarrollo» estaba cambiando paisajes más rápido que en cualquier otro momento. Entonces aparecían esas leyendas, como si fueran mecanismo de defensa, para tratar de salvaguardar esos lugares. Para que la gente entrara en razón y supiera que era el momento de salvar al lago.

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