Árbol de fuego

Viajes y saudade

Describe emocionado a los osos hormigueros, las dantas blancas y una infinidad de árboles y hierbas. Se asusta cuando encuentra aguas termales en otra latitud de Ahuachapán.

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Periodista y comunicador institucional

Para muchos, la vida siempre será un viaje. Es recorrer un camino hasta encontrar el mejor lugar posible o a una persona añorada. Un viaje que te puede salvar la vida o es el último recurso. Un viaje para llevar una encomienda. Muchas de las cosas en la vida comienzan así. Y nunca se le dio tanto valor y se extrañó como ahora, en medio de una pandemia global que limita esa libertad.

Ante la imposibilidad de salir de casa, muchos se han sumergido en la nostalgia. Buscando fotos viejas y recuerdos de antiguos viajes. La nostalgia ha sido un pilar de la cuarentena. La saudade, como le llaman los portugueses, a ese sentimiento difícil de definir, que es próximo a la melancolía y es estimulado por la distancia, temporal o espacial, a algo que se ama y que implica el deseo de resolver ese camino.

Dicen que un largo viaje inicia con el primer paso, para los portugueses navegar por el mundo, hace 500 años, significó el nacimiento y profundización de su saudade. Tantos años más tarde, en un contexto radicalmente opuesto, una pandemia como la del Covid-19 nos ha obligado a quedarnos en casa y comenzar a padecerla. Añorando lo de afuera y los caminos para llegar a ello.

Después de tantos días de cuarentena, para muchos solo se va profundizando. En el último siglo, se dio un esfuerzo monumental por conectar el mundo. Se construyeron carreteras y aeropuertos. Viajar se volvió un gran negocio. Y, muchas veces, ante tanta trivialidad, se pierde el afán que hubo entre los viajeros antiguos.

Hay viajes que son un descubrimiento. Como los primeros documentados en el actual territorio nacional, entre ellos el de Diego García de Palacio, quien entre 1573 y 1579 recorrió las provincias de Guatemala e hizo una minuciosa descripción de los pipiles que habitaban El Salvador en el momento de la conquista y su flora y fauna; e incluso compara los venados silvestres que encuentra en los bosques de Ataco con los de la vieja Goa, el dominio portugués en la India.

Describe emocionado a los osos hormigueros, las dantas blancas y una infinidad de árboles y hierbas. Se asusta cuando encuentra aguas termales en otra latitud de Ahuachapán. Apuntes de una tierra que ha cambiado mucho y que al leerlos es como viajar al pasado. Ya lo dejó escrito José Saramago, el pasado es como «un inmenso pedregal que a muchos les gustaría recorrer como si fuera una autopista, mientras otros, pacientemente, van de piedra en piedra, y las levantan, porque necesitan saber qué hay debajo de ellas».

Igual con la literatura criolla que retoma viajeros y forajidos siempre en el camino, como el Siete Pañuelos de Roberto Armijo, un justiciero que vivía cabalgando entre las montañas de Chalatenango y Honduras. Huyendo del jefe expedicionario de turno que lo andaba cazando como su presa. Era un viajero perpetuo. Llevaba en bandolera sus armas y la melancolía propia de los vaqueros. Nunca estaba quieto ni tenía un lugar de residencia.

En los viajes también soñamos con llegar más lejos. Como el escritor salvadoreño Waldo Chávez Velasco, que en su cuento «La Placa» coloca a su personaje principal, Rocney, en un viaje interestelar directo al planeta Marte. Es un periodista en busca de una historia en las burbujas gigantes ideadas para albergar a las colonias humanas en ese planeta rojo. Un viaje que, en realidad, es una oportunidad para enmendar su rumbo errático en la tierra. Un viaje como el último reducto posible para madurar.

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