Gabinete Caligari

Los sucesos de Nicaragua

Nadie le debe lealtad incondicional a un dictador. Nadie le debe obediencia a quien ordena robar, torturar, secuestrar, violar, aterrorizar y matar. Sea de la ideología que sea.

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Una de las cosas que más me impresionó cuando llegué a Nicaragua fue el ambiente generalizado de euforia y entusiasmo, de alegría contagiosa que se vivía en el país. Fue a inicios de la década de los ochenta. Comenzaba la revolución sandinista. Nacía una esperanza: la de poder construir un país más justo, con igualdad de derechos para todos.

El entusiasmo se impuso a pesar de la realidad. Surgieron retos, obstáculos y opositores poderosos casi de inmediato. El entonces presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, declaró un embargo económico y comercial. Nicaragua entró en guerra y en escasez extrema.

Fueron tiempos duros, sobre todo para quienes vivían en las zonas de conflicto en el norte y el sur del país. La amenaza de una intervención militar estadounidense era permanente. La euforia inicial fue degradándose ante la comprensión generalizada de que transformar una sociedad es una tarea más compleja de lo que nadie imaginó.

La revolución sandinista entró en agonía en el instante mismo en que altos dirigentes y sus allegados cedieron a todas las tentaciones que les ofreció el poder. En ese instante, en el momento de aceptar cualquier prebenda o de autorizar cualquier abuso, dichas personas traicionaron sus ideales y dejaron de ser de izquierda. Se convirtieron en lo mismo que un día criticaron y combatieron.

Muchos no admitieron ni manifestaron en público sus críticas a la revolución o al Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN). No era conveniente para nadie que se dudara de su lealtad política. Dudar de la revolución, de los dirigentes y del partido era echarse encima la sospecha de simpatizar con la contrarrevolución. No había términos medios: se estaba a favor o en contra.

Callar las críticas a la revolución era también una forma de evadir la realidad. Fue frustrante y doloroso para muchos asumir que todo se había ido al carajo desde hacía años. Nadie quería o tenía el valor de admitirlo. Algunos militantes sandinistas que habían luchado durante la insurrección comenzaron a renunciar al partido, decepcionados de lo que estaba pasando. Los resultados de las elecciones de 1990 fueron la lápida sobre la tumba de la revolución.

Cuando Daniel Ortega regresó al poder en 2007, luego de años de alianzas con todo tipo de corruptos, oportunistas y personajes oscuros de la política nicaragüense, intentó retomar el lenguaje y el proyecto original del sandinismo, más para aprovecharse de los rezagos románticos de la revolución que por una intención real de transformar la sociedad. Nicaragua se decía de nuevo revolucionaria, además de “socialista, cristiana y solidaria”.

Desde abril de este año, amplios sectores de la sociedad nicaragüense realizan protestas que han provocado una ola de represión gubernamental que no se vivía desde hace décadas. Numerosos organismos internacionales, la OEA, personalidades de diferentes procedencias y 13 gobiernos latinoamericanos han condenado la represión, exigiendo el cese de la misma para instaurar un diálogo y encontrar una solución al conflicto.

Mientras tanto, el FMLN y el presidente Salvador Sánchez Cerén han manifestado, en más de una ocasión, su respaldo a Daniel Ortega. En el reciente XXIV Encuentro del Foro de Sao Paulo, Sánchez Cerén dijo apoyar al pueblo y Gobierno de Nicaragua “ante los intentos desestabilizadores para alterar el orden constitucional, derrocar por la fuerza al Gobierno legítimamente electo y arrebatar a la población los grandes avances sociales y económicos en uno de los países que alcanzó el mayor crecimiento y estabilidad en la región”.

Es fácil comprender que entre ambas organizaciones, el FMLN y el FSLN, existen lealtades políticas de vieja data. Pero es de sentido común pensar que lo que se necesita lograr de inmediato es el cese de la represión ejecutada por los paramilitares progobierno y la Policía. No puede haber diálogo mientras se siga matando gente, mientras cualquiera y toda persona que levante su voz en contra de lo que está ocurriendo sea desaparecida, torturada y encarcelada.

Nadie puede ni debe avalar la represión en Nicaragua. Amenazar, denigrar, amedrentar y asesinar a los opositores y críticos políticos no puede volver a ser práctica común en nuestra región. Es doloroso ver las numerosas escenas que han circulado en redes sociales sobre los sucesos en Nicaragua. Doloroso porque son malditamente similares a los eventos que propiciaron las guerras centroamericanas en los ochenta.

Doloroso porque cuando todos los involucrados fumaron sus pipas de la paz juraron que eso no volvería a ocurrir nunca más. Y está ocurriendo. Tanto más decepcionante resulta cuando quien lo comete fue alguno de los luchadores del pasado.

Cuando un gobernante accede al poder y comienza a manejar la presidencia como un espacio para favorecerse a sí mismo y a los suyos traiciona a su partido y a su ideología. Cuando lo que mueve a un gobernante es la avaricia, la mezquindad y la acumulación de riqueza y poder a costa de la explotación social, de la violación de los derechos humanos y de las libertades individuales, ese gobernante ya no representa a nadie ni tiene ideología alguna. Es un corrupto, un represor. No es un político, es un traidor de la causa, alguien que se sirve a sí mismo y nada más. Traiciona su condición de funcionario público, defraudando con ello la confianza que los votantes depositaron en su persona. Eso lo hace inútil para seguir ocupando su cargo.

En ese sentido, exigir el cese de la represión en Nicaragua no implica traicionar ningún pensamiento de izquierda, ni estar del lado de ninguna conspiración internacional. Es un acto de decencia ante el retorno de prácticas que se consideraban superadas y desterradas para siempre de nuestros países.

Para quien se identifique con el pensamiento de izquierda, los sucesos de Nicaragua deben hacernos reflexionar sobre la urgente necesidad de un debate franco y honesto; un debate que permita la renovación y modernización de la izquierda, sus conceptos, su discurso y su práctica.

Nadie le debe lealtad incondicional a un dictador. Nadie le debe obediencia a quien ordena robar, torturar, secuestrar, violar, aterrorizar y matar. Sea de la ideología que sea.

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