La extorsión nuestra de cada día

La extorsión es uno de los delitos más extendidos en la sociedad salvadoreña. Su ubicuidad hace posible que una persona pueda ser víctima, incluso, de sus mismos familiares. A pesar de que las autoridades afirman que existe un alto grado de efectividad en su combate, la revisión de decenas de expedientes judiciales da cuenta de que quien es condenado es, casi siempre, quien se encarga de recoger el dinero, no quien amenaza y, quizá, es el beneficiario final de su acción.

Fotografías de Archivo
Captura. Un policía observa en la pared una serie de números telefónicos, en la casa de Antonio Barahona, capturado por el delito de extorsión en el cantón Joya Galana, de Apopa, en septiembre de 2009.

Esa mañana, la del 3 de junio de 2014, Calixto vio salir a su hija Irene hacia la escuela, con su maletín café en la espalda, vestida con su uniforme escolar. La vio salir como se mira llover, esperando que regresara a la hora acostumbrada. La adolescente no llegó a la casa nunca más.

Al siguiente día, Calixto recibió una llamada. Desde el otro lado, una voz de hombre le advirtió que tenían a su hija y que debía pagar $700 para recuperarla. Para ver de nuevo con vida a su hija, Calixto estaba obligado a conseguir el equivalente del salario de un cabo de la Policía Nacional Civil con 16 años de servicio dentro de la corporación.

El 9 de junio, apenas cinco días después del primer contacto telefónico y tras ser bombardeados por otras llamadas y mensajes amenazantes, Calixto y su pareja, Marina, depositaron $350 en una cuenta de banco, la mitad de lo exigido. Quizá como una muestra de su compromiso, una promesa de que cubrirían lo pactado. Pero esto no convenció a la voz que hablaba desde el otro lado.

Por eso, ese mismo día, ambos padres enviaron otros $150 por medio de un servicio de transferencias de dinero vía telefónica. Dos días después, el 11 de junio, y por el mismo medio, Calixto y Marina despacharon $105 más: $605 en total. Creyeron que eso les traería a su hija de nuevo a su hogar. Pensaron que quizá estaba sufriendo, pasándola muy mal.
El miedo es el paralizante más eficaz. El que impide que se sigan los pasos lógicos. En este caso, denunciar la desaparición de Irene ante las autoridades. Por eso les tomó cinco días, desde que la adolescente desapareció, para denunciar su secuestro a la Policía Nacional Civil. Lo hicieron el 8 de junio. Un día después, hicieron el primer pago, el de $350.
El caso le fue asignado a un equipo de investigadores y a un negociador, que se habían limitado a observar cómo se desarrollaban los hechos después de que la pareja realizó los pagos.

El 14 de junio, 11 días después de la última vez en que Calixto vio a su hija, uno de los investigadores recibió por parte de sus informantes una pista, una auténtica sorpresa: Irene, la misma adolescente por la que unos padres habían pagado a un desconocido más de $600 para que se las regresara a su casa, caminaba tranquilamente en las cercanías de la alameda Juan Pablo II, en San Salvador. Al investigador le llegaron otros detalles: Irene había sido vista con miembros de la Mara Salvatrucha, la misma que domina la colonia en que vivía.

El policía actuó con rapidez: le pidió a su informante que no se despegara de Irene, mientras otros agentes se acercaban al lugar para comprobar si, en efecto, la que andaba ahí caminando por su propio pie era la misma adolescente.
Era Irene, que no vestía ya su uniforme escolar. Los agentes la interceptaron en una gasolinera ubicada entre la 3.ª avenida norte y la alameda Juan Pablo Segundo. Le preguntaron su nombre y qué hacía en el sitio. Al principio, respondió tranquila a los requerimientos. Aseguró que esperaba a un grupo de amigos. Los agentes insistieron un poco más y la adolescente se quebró. Entonces, según los policías que estaban en el sitio, intentó huir.

Fue retenida. Por ser una menor de edad, le preguntaron a quién podían avisar de su detención. Respondió que a nadie. En el sitio se le incautó una mochila de lona gris, en la que andaba sus zapatos y su uniforme escolar. También dos teléfonos móviles. Ahí se comprobó que había mantenido contacto con el mismo número que, en más de 70 ocasiones, había marcado a los celulares de sus padres para exigir un rescate por ella. Un rescate que ascendía a $700.

El número en uno de los aparatos de Irene aparecía identificado simplemente como Anderson. En el otro, era más comprometedor. Ahí el nombre asignado al número de la persona que extorsionaba era Amor.

“Se infiere que la menor nunca estuvo secuestrada y confabuló con varios sujetos para extorsionar a los ofendidos clave Calixto y Marina”, escribieron los fiscales del caso en su requerimiento de acusación. Además de Irene, quien fue juzgada como menor infractor, fueron acusadas otras dos mujeres.

La primera de ellas, a la que las autoridades simplemente identifican como Glenda Arely A. L., fue la encargada de recoger los $350 de la cuenta de banco que estaba a su nombre, “materializando el lucro económico de la extorsión”. La otra, Wendy Liseth C. L., retiró los $255 que Calixto y Marina enviaron por un servicio de transferencia vía telefónica.

El 22 de junio de 2015, las dos mujeres fueron condenadas a cinco años de prisión y a pagarles a las víctimas $300 cada una. Las autoridades habían logrado condenar a las involucradas apenas un año después de que se cometieron los hechos.

Sin embargo, no fue un acto de efectividad: ello ocurrió así porque la Fiscalía General de la República solicitó un proceso abreviado, en el que propuso a las acusadas y a su defensa una considerable reducción a la pena con la condición de que se declararan culpables. Así evitaron la verdadera pena para el delito que cometieron, extorsión agravada, que va de los 10 a los 20 años de cárcel.

Al menos en este proceso, no hubo ni huella de aquel hombre que hablaba desde el otro lado del teléfono. La única pista de las autoridades es que las llamadas provenían, con un “99 % de probabilidad”, de la finca Argentina, más específicamente desde el interior del centro penal La Esperanza, Mariona. El que extorsionaba, según las autoridades, era un reo de esa cárcel al que aún hoy no han logrado identificar.

Especialización. La PNC cuenta con una subdirección Antiextorsiones. En 2012 se creo la Fuerza de Tarea Antiextorsiones, una especie de grupo élite dedicado a casos especiales.

***

La extorsión se funda en el miedo. En la incertidumbre de que las amenazas que llegan desde el otro lado del teléfono o desde quien se presenta ante uno sean ciertas. Es un delito comúnmente identificado con las pandillas, su principal fuente de financiamiento. Pero también es cometido echando mano de familiares y personas cercanas, como en la historia de Irene y sus padres.

Y aunque se trate de un delito que atenta contra el patrimonio, pues siempre tiene tras de sí un componente económico, se le ha denominado un crimen “pluriofensivo”, pues también socava la voluntad de sus víctimas, vuelve su corazón materia maleable al arbitrio de quien amenaza.

Por eso es que, según las mismas autoridades de Seguridad en El Salvador, el de la extorsión es, seguramente, el delito con la cifra negra (la diferencia entre los hechos cometidos y aquellos que se denuncian) más grande de todos. Una situación grave si se toma en cuenta que se denuncia no pocas veces y que, también, es uno de los crímenes que con más frecuencia se judicializan en el sistema salvadoreño.

Un punto interesante es el tipo de personas que se procesan por extorsión en el país. La revisión de 30 sentencias condenatorias relacionadas con este delito, proclamadas entre 2014 y 2016 y seleccionadas al azar, da cuenta de que la mayor parte de condenas recaen en exclusiva en aquellas personas encargadas de recoger el dinero, no en quien amenaza.

Y de que es un delito cuya magnitud no puede medirse con exactitud da cuenta también la diferencia existente entre las denuncias que se presentan en la Fiscalía General de la República y en la Policía Nacional Civil.

Por ejemplo, en 2014 la FGR contabilizó 3,010 casos de extorsión a escala nacional. La PNC, en el mismo período, reportó 2,480, es decir, 500 menos. Lo mismo ocurrió al siguiente año, cuando la primera institución certificó que trataron 2,840 procesos por este delito y la segunda, 2,242, es decir, 600 menos.

Eso no es exclusivo del caso salvadoreño. Pasa exactamente lo mismo en países como Guatemala. Según el documento “Entendiendo el fenómeno de extorsiones en Guatemala”, publicado por el Centro de Investigaciones Económicas Nacionales (CIEN) de ese país en 2014, las cifras variaban entre la Policía Nacional Civil guatemalteca y el Ministerio Público en porcentajes incluso más altos que en El Salvador. En 2013, por ejemplo, el MP tuvo 7,200 denuncias, mientras que la PNC se limitó a 5,600, casi 2,000 menos.

Según el mismo estudio, lo anterior puede deberse a que las personas tienen más confianza de denunciar en una sede fiscal, mucho más centralizada y alejada de los lugares donde ocurren los hechos, que en un puesto policial. Los denunciantes piensan que en un sitio muy cercano a sus hogares la información se puede filtrar y significar, por ende, una muerte segura. Cierto reparo con respecto a la PNC en Guatemala también puede ser parte de la ecuación.

Algo muy similar a lo que pasa en El Salvador, donde incluso policías se han visto involucrados en hechos como estos. Según datos de la Fiscalía General de la República, 28 agentes de la institución fueron denunciados por extorsión entre 2013 y marzo de 2017.
Un punto interesante es el tipo de personas que se procesan por extorsión en el país. La revisión de 30 sentencias condenatorias relacionadas con este delito, proclamadas entre 2014 y 2016 y seleccionadas al azar, da cuenta de que la mayor parte de condenas recae en exclusiva en aquellas personas encargadas de recoger el dinero, no en quien amenaza.

Fallecido. Un policía recolecta evidencia en la escena donde una grupo de policías asesinó a una persona
en San Miguel Las Mercedes, Chalatenango.
Se trataba de un pandillero que había llegado a recoger el pago de una extorsión.
Al ver a los agentes, los atacó.

Entre los 30 casos hay 40 personas acusadas, 24 son hombres y 23 de estos fueron individualizados después de que investigadores de la Policía Nacional Civil programaron junto a las víctimas una entrega de dinero controlada. Solo uno de ellos fue identificado al recoger el dinero mediante un servicio de transferencias electrónicas.

Es el único caso de los 30 consultados para este trabajo donde quien llama para extorsionar es la misma persona que recoge la plata. Se trata de un reo que, al momento de cometer el ilícito, guardaba prisión en el centro penal La Esperanza, condenado, precisamente, por extorsión. Por eso recogió el dinero mediante una transferencia electrónica.

De las 16 mujeres, 15 fueron individualizadas tras recoger el dinero en una cuenta bancaria que estaba a su nombre o mediante un servicio de transferencias electrónicas. Es la manera más fácil para identificar a alguien involucrado en un delito de extorsión.
Según datos de la PNC, en 2015, de los 2,242 casos que recibieron en sus sedes, 1,159 extorsiones iniciaron mediante una llamada telefónica. Un poco más de la mitad. En 936 ocasiones, el extorsionador se presentó personalmente. En 209 el mensaje llegó por medio de un manuscrito que la víctima pudo encontrar en su lugar de trabajo, en su casa o le fue entregado por un menor de edad.

En los 30 casos revisados para este trabajo, 28 iniciaron con una llamada telefónica. Por eso es que en apenas una ocasión (la que ya se explicó más arriba) fue posible individualizar a la persona que se encargaba de amenazar, por lo que, en la práctica, el resto quedó en la impunidad. En algunas ocasiones las amenazas han continuado incluso después de que se iniciaron los procesos judiciales, según lo expresado por las víctimas en los documentos que recogen las sentencias condenatorias.

Esto último vuelve ambiguas las declaraciones tanto del actual director de la Policía Nacional Civil, Howard Cotto, como del jefe fiscal de Áreas Especializadas, Allan Hernández, que aseguran que el 93 % de las denuncias por el delito de extorsión son resueltas. Es cierto que el país ha avanzado mucho en torno de la persecución del delito, con la creación de unidades especializadas y de una ley especial para la extorsión, pero ¿es cierto que solo el 7 % de los culpables quedan en la impunidad cuando a quien se juzga no es quien amenaza, sino quien recoge el dinero, posiblemente quien no es su beneficiario final?

“Se sigue un proceso parecido a cuando una persona tiene un familiar con una enfermedad terminal, cuando se está seguro que ese proceso durará largo tiempo. Algo así como “usted piense, esté consciente de que este es un proceso de largo tiempo, por lo que debe aprender a sobrellevarlo tranquilo”.

***

Denuncias. En el 2016, la PNC contabilizó 2183 casos de extorsión.
657 de estos ocurrieron en el departamento de San Salvador.

La cifra negra del delito de la extorsión no es calculable en toda su magnitud. Se habla incluso de que se ha convertido en una norma, en una especie de tributo no oficial que vendedores informales, micro y pequeños comerciantes, maestros y un largo etcétera pagan por descontado.

Eso se traduce en que una persona puede pasar años pagando una extorsión, lo que hace mella no solo en sus finanzas, sino también en su salud mental, la gran marginada del sistema salvadoreño.

Para el psiquiatra Carlos Alberto Escalante, fundador del Programa Nacional de Salud Mental en el quinquenio pasado, esto, la ubicuidad de la extorsión en El Salvador, es un fenómeno que tiene mucho de problema de salud pública: un ejército de personas sometidas a un estrés que tiene que ver con su sobrevivencia, que, al extenderse en el tiempo, puede mudarse en una depresión ansiosa. También ahí están los deseos de venganza, la aspiración de que aquel que ha sometido mi libertad y se ha llevado parte de mis (siempre escasos) recursos pague incluso con su vida.

Según el profesional, solo ha tenido la oportunidad de atender, desde su consultorio, a una persona que ha llegado explícitamente para tratarse problemas mentales relativos al estrés provocado por una extorsión. El hombre era dueño de un local de ropa y se había habituado a pagar ese tributo no oficial.

Pero lo conturbaba el hecho de que las cosas nunca adquirieran la mimada fidelidad de una costumbre. La víctima se adecuaba a negociar con alguien que, apenas un tiempo después, era sustituido por otra persona acaso mucho menos razonable. Vivir en una zona controlada por pandillas, donde había observado algunos cadáveres producto de un asesinato, terminó de quebrarlo.

Decidió, entonces, cambiar su domicilio, cambiar su estilo de vida. Lo que no podía hacer era dejar su negocio. Dispuso que solo él se expondría al peligro, que su esposa no llegaría más a ayudarlo. Las imágenes de asesinatos que había visto durante la vigilia lo asediaban por la noche, se volvían palpables, como si fuera él y no otro el que había sufrido esas experiencias. El constante riesgo de que, en efecto, ese dolor se convirtiera en realidad lo hicieron hacer una cosa que pocas veces hace un ciudadano salvadoreño: acudir a un psiquiatra.

Pero ¿cómo se trata la ansiedad provocada por un hecho traumático cuando el detonante de esa misma ansiedad sigue presente en tu vida? El doctor Escalante duda mucho en su respuesta. Habla de la ingesta de ansiolíticos para lograr conciliar mejor el sueño. Y, sobre todo, de un ejercicio que mucho tiene que ver con la resignación.

—Se sigue un proceso parecido a cuando una persona tiene un familiar con una enfermedad terminal, cuando se está seguro que ese proceso durará largo tiempo. Algo así como “usted piense, esté consciente de que este es un proceso de largo tiempo, por lo que debe aprender a sobrellevarlo tranquilo”. No le puedo decir que las cosas se solucionarán pronto porque esa no es la realidad –comenta el psiquiatra, con su característico hablar pausado.

—Un estrés como ese, que se extiende por el tiempo, es difícil de superar. No podría decirle qué tipo de huella puede dejar en la cabeza de una persona –concluye.

El dinero. Agentes de la Unidad Antipandillas cuentan el dinero encontrado escondido en una olla de cocina en San Vicente. La suma llegaba a los $3,500. En esa vivienda habitaba toda una familia que fue capturada el 12 de enero de 2015.

***

Durante la tregua entre pandillas, las estructuras lograron desplomar la cifra de homicidios. Lo mismo no pasó, sin embargo, con las extorsiones, que han sido desde al menos la pasada década su fuente de financiamiento más poderosa. Fuente de financiamiento y medio para la subsistencia de miles de sus familiares. Por eso, a sus principales cabecillas les resultaba un tema tabú hablar de ella en las múltiples entrevistas que brindaron en el marco de la estrategia. Una auténtica paradoja: para seguir extorsionando, amenazaban con hacer aquello que, precisamente, se habían comprometido a dejar de hacer: matar personas.

Lavado. El dinero obtenido con la extorsión también va a dar a variados negocios
para darles una apariencia de licitud a los fondos.

Quien extorsiona parece un fantasma. Quien manda y es, en suma, el máximo beneficiario de esa actividad nunca da la cara. Siempre es una voz que habla desde el otro lado del teléfono, o el autor de un mensaje anónimo o el jefe de aquel que se presenta para explicar que la víctima debe pagar un tributo a la pandilla para continuar con vida. Y según los 30 casos revisados para este trabajo, también es poco frecuente ver a un miembro vigente de la pandilla participando activamente en la recolección de dinero.

Eso no fue lo que le pasó a Mauricio, un hombre al que, el 13 de enero de 2015, la pandilla le pidió $15,000 por medio de un mensaje anónimo escrito en un sucio papel, entregado por un joven, quizá menor de 18 años, al que nunca había visto antes. La sentencia judicial que recoge su historia no aclara a qué se dedicaba la víctima, pero a juzgar por la cantidad de dinero solicitada, era un negocio mediano.

Decidió denunciar. La Policía lo apoyó en cada etapa desde ahí, primero porque le asignó un negociador, alguien que contestara el teléfono por él, quien consiguió que la cantidad pactada no fuera la inicial, sino solo $2,500, que se entregarían en una reunión en un centro comercial de Soyapango el 23 de enero de 2015. Ese día llegó y la autoridad estaba bien preparada, con cuatro equipos de investigadores, para capturar a aquellos que llegarían a recoger el dinero.

Colocaron $10 en un sobre de manila, al que acompañaron con recortes de periódicos para simular el resto del dinero. Los dos pandilleros llegaron vestidos justamente como la voz que hablaba desde el otro lado del teléfono lo había indicado y los investigadores no tardaron mucho en reconocerlos. La víctima entregó el sobre y, cuando uno de los pandilleros que había recogido la plata se disponía a abrirlo para cerciorarse de que estuviera completo, uno de los equipos interceptó a la pareja.

Uno de los dos pandilleros pudo huir. El otro fue capturado y condenado, 11 meses después, a seis años con ocho meses de prisión, pues el juez decidió rebajar el delito a extorsión tentada, una pena mucho menor a la exigida por la Fiscalía General de la República, colocada en 15 años.

Fue el único procesado en el juicio, que dejó en la impunidad tanto a quien lo acompañó a recoger el dinero de Mauricio como a todos aquellos que participaron en la trama, desde aquel muchacho que entregó el primer papel amenazador hasta la persona que, desde el otro lado del teléfono, quiso hacer del corazón de una víctima un instrumento maleable a su arbitrio.

Canalización. Los fondos obtenidos con la extorsión son destinados a las familias de los pandilleros, pero también a la compra de armas.
Generic placeholder image
Séptimo Sentido

Séptimo Sentido les invita a que nos hagan llegar sus opiniones, críticas o sugerencias sobre cualquiera de los temas de la revista. Una selección de correos se publicará cada semana. Las cartas, en las que deberá constar quien es el autor, podrán ser editadas o abreviadas por razones de espacio o claridad.

ARTICULOS RELACIONADOS