Árbol de fuego

Guerra de desinformación

Obsesionados por superar a su rival, cada edición era una lucha por contar las historias más truculentas, encontrar los personajes más bizarros y hacer las críticas más injustificadas. Hasta que todo se fue desbordando y comenzaron a inventar historias completas.

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Periodista y comunicador institucional

El año 1895 fue trascendental para el periodismo salvadoreño. Ese año nació el Diario del Salvador, dirigido por el escritor Román Mayorga Rivas. En sus páginas escribirían Arturo Ambrogi, David J. Guzmán, Francisco Gavidia, entre muchos otros. La publicación era diferente a lo que los lectores salvadoreños estaban acostumbrados. El Diario del Salvador emulaba al periodismo norteamericano: en formatos, imprentas y hasta en su sistema de distribución a través de niños «canillitas«. Incluso sus oficinas estuvieron ubicadas en el céntrico edificio Ambrogi, que fue, por mucho tiempo, el edificio más alto de la ciudad de San Salvador y era llamado «el primer rascacielos de Centroamérica» con sus cuatro pisos.

Irónicamente, el 1895 también sería un año bisagra para el periodismo norteamericano que se trataba de replicar en el país. Ese año, en la ciudad de Nueva York, se desató una guerra abierta entre el New York Journal y el New York World, dos de los periódicos con mayor circulación de la ciudad estadounidense. Una batalla sin cuartel que enfrentó a Joseph Pulitzer –propietario del World– con William Randolph Hearst –dueño del Journal–. Ambos se pelearon periodistas, compitieron por tener el precio más bajo por edición y su lucha por ganar lectores conllevó el nacimiento y uso sistemático del amarillismo.

Obsesionados por superar a su rival, cada edición era una lucha por contar las historias más truculentas, encontrar los personajes más bizarros y hacer las críticas más injustificadas. Hasta que todo se fue desbordando y comenzaron a inventar historias completas para sacarle ventaja a la competencia. Una guerra de desinformación en la que los lectores quedaron en el medio y sin saber distinguir entre lo que era real y lo falso. Un escenario con bastantes similitudes a lo que se vive ahora con las redes sociales y muchos «medios» que tergiversan noticias para beneficiar a determinado político, partido o Gobierno.

Y hoy, como a finales del siglo XIX, la guerra mediática llegó a su punto más álgido en medio de una crisis. Después de estar enfrascados en su particular guerra por casi tres años, Hearst usó la crisis en Cuba, en el contexto de su revolución independentista contra España, para manipular a la opinión pública y presionar a Estados Unidos a que incursionara en el conflicto. El 15 de febrero de 1898, una explosión fortuita al interior del acorazado de segunda clase Maine, que estaba en el puerto de La Habana, mató a 256 tripulantes y fue la excusa perfecta para Hearst y su New York Journal.

Aunque desde el primer momento se indicó que todo había sido un accidente, el periódico vendió la noticia falsa de que, en realidad, fue un ataque de los españoles. En los días siguientes, alimentó la teoría de una conspiración contra los Estados Unidos hasta que los norteamericanos atacaron a los europeos. Hearst pasó años presumiendo de que Estados Unidos decidió ir a la guerra por él. Era un multimillonario megalómano con un ego tan grande que incluso mandó a construirse su propio castillo. Las autoridades siempre lo desmintieron, pero él se enorgullecía de la máquina de desinformación que había creado.

Ahora, en el 2020 y en medio de una crisis como la pandemia del Covid-19, parecemos vivir en otra guerra de desinformación. Una con herramientas mucho más sofisticadas y que transcurre en el mundo digital. Tras el escándalo de Cambridge Analytica, hay gobiernos que han calificado estas estrategias en las redes sociales como armas de manipulación psicológica. La crisis por el Covid-19 ha sido solo la excusa perfecta para utilizarlas a granel. Pero su objetivo, en 1895 y 2020, siempre será el mismo: manipular a la mayor cantidad de personas posibles para cumplir sus intereses. El manual no cambia: crear enemigos, difundir miedo y entender la comunicación como una batalla. Siempre hay alguien que se beneficia del caos.

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