La ciudad de la furia

Líderes

El cierre de fronteras era algo que había que hacer. Pero esa era solo la reacción inicial; vendría luego la parte más difícil de gobernar: ejecutar políticas públicas acordes al momento.

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Periodista

Mayo de 2005. Antonio Saca, entonces presidente de El Salvador, se había puesto al frente de un esfuerzo para convencer al país de que la inminente llegada del huracán Adrián requería de un plan de emergencia extraordinario. Saca apeló a datos meteorológicos confusos a los que su máquina de propaganda política dio aires de catástrofe.

Durante unas horas, Tony Saca mantuvo la ilusión. Adrián era, en efecto, un huracán categoría 5 horas antes de tocar tierra salvadoreña, pero al entrar por las costas de La Paz, era ya una tormenta tropical.

En 2005, Saca era un presidente muy popular. Su capital político era tal que opacaba a quienes en su partido, Arena, no se atrevían a contradecirlo en público. Incluso el FMLN, liderado entonces por el incólume Schafik Hándal, se unió al llamado político del presidente.

La tormenta tropical Adrián no pasó a más y, aun con toda la aceptación de la que Saca gozaba, dejó un tufillo a patraña, una sensación de que el presidente usó la posibilidad de una tragedia para anotarse puntos políticos.

He pensado mucho en aquello, que viví desde la redacción de La Prensa Gráfica, en estos días en que, ante la amenaza de una catástrofe de otra índole, los ciudadanos volvemos a ver a nuestros líderes -hayamos votado por ellos o no- en espera de sus respuestas, del uso que hagan de las herramientas que la ley les confiere para dirigir a sus naciones en momentos críticos. Pienso entonces en lo que están haciendo los presidentes de El Salvador -mi país- y Guatemala -el lugar donde vivo.

La amenaza de un huracán, obvio, no es lo mismo que la realidad de un virus que ya se probó letal en extremo. Y Nayib Bukele y Alejandro Giammattei no son Tony Saca. Aún.

A ambos presidentes se les ha de reconocer que tuvieron el valor y la astucia de cerrar sus países pronto. No es algo sencillo: implica enfrentar a sociedades y actores que, por hambre o avaricia, estaban más inclinados a negar el peligro que a cambiar sus formas. A Bukele se lo hizo más fácil, en principio, la enorme cintura política que le sigue dando su popularidad.

El cierre de fronteras era algo que había que hacer. Pero esa era solo la reacción inicial; vendría luego la parte más difícil de gobernar: ejecutar políticas públicas acordes al momento, buscar cómo financiarlas y, lo más importante, liderar a los sectores con poder ajenos al Ejecutivo, empezando por el congreso y terminando por el sector privado, en la construcción de esas políticas.

Ahí ha sido Giammattei el que lo ha tenido más fácil. Hijo político de la elite económica guatemalteca, el presidente no ha tenido demasiado problema en articularse con el empresariado para mostrar sonrisa conjunta. Eso le ha dado margen para tomar decisiones complicadas, como cerrar buena parte del comercio del país en una época tan vital para el turismo guatemalteco como la semana santa. Pero también ha hecho que el cierre sea más flexible, lo que sigue exponiendo a los guatemaltecos a la infección.

A Bukele le ha costado más a pesar de que, de nuevo, es mucho más popular que Giammattei y de que el débil papel de la oposición local le ha permitido navegar con comodidad en la opinión pública.

Le ha costado más al salvadoreño porque a su acertada decisión inicial de cerrar el país le siguieron las líneas más recurrentes, que son las menos positivas, de su guion sobre el manejo del poder: la falta de políticas públicas coherentes, la relevancia en su gabinete de asesores más preocupados en esparcir mentiras en redes sociales que en gobernar, la apuesta por la falta de transparencia y la agobiante insistencia de victimizarse ante el fracaso.

En las crisis los países necesitan líderes. No tuiteros. No maestros de la propaganda. Líderes.

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