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Aterrizar en El Salvador

Si uno pone suficiente atención, empieza a darse cuenta del maravilloso contraste que se forma entre la abundancia de las palmeras ondeantes, el verde de los árboles y la tímida cordillera.

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Comunicadora salvadoreña radicada en Santiago de Chile

Aterrizar en El Salvador es un espectáculo, sobre todo, cuando el que viaja ya no vive ahí. Llega el día en que uno se reencuentra con su país y, entonces, empieza un viaje que va más allá de un boleto aéreo.

Después de muchas horas de pasearse entre nubes e infinito, a través de la ventana de un avión, uno alcanza a ver un oasis. Ese lugar tiene nombre: se llama El Salvador.

El primer paso es sobrevolar la costa. Es ver desde esa misma ventanita una línea infinita de espuma blanca dando la bienvenida a este paraíso que muy pocos tenemos el placer de haber descubierto. Es enternecedor.

Casi se puede escuchar, incluso arriba, desde el avión, el sonido de las olas mientras la brisa del mar mueve disimuladamente las palmeras que conforman un paisaje de esos que parecen sacados de revistas, pero que, en nuestro país, no son ninguna novedad.

Incluso el cielo cambia de color, parece más celeste, más grande, más lindo.

El volcán de San Salvador le advierte a uno que está a punto de llegar y, a aquellos que tenemos algunos años sin verlo, una sonrisita se nos empieza a dibujar en los labios, a medida que el picacho se eleva en el paisaje.

Si uno pone suficiente atención, empieza a darse cuenta del maravilloso contraste que se forma entre la abundancia de las palmeras ondeantes, el verde de los árboles y la tímida cordillera que se levanta en paralelo a la costa, intercalándose entre nubes y cielo.

Entonces, como para sacarlo a uno del trance, una voz advierte que hay que prepararse para el aterrizaje. “Enderecen sus asientos”, dice junto a otras palabras incomprensibles en español y en inglés. Las lucecitas de seguridad se encienden, arriba, en el techo del frío avión. Y las cosquillitas en el estómago son inevitables. En solo unos minutos, volverá uno a sentir aquel calor tan peculiar que solo en este país se experimenta. En solo unos minutos, volverá uno a disfrutar de unas deliciosas pupusas auténticas, con todo y quesito quemado. En solo unos minutos, uno volverá a ver a sus amigos de toda la vida. En solo unos minutos, por fin, uno podrá abrazar a su familia.

El avión ha seguido avanzado y la costa, con su infinita línea de espuma perfecta, queda atrás. Uno siente que empieza a volar sobre una cama de árboles frondosos que reúnen un sinfín de tonos verdes; algunas plantaciones de caña con sus flores blancas que parecen flotar se hacen presentes, atravesadas por una que otra callecita donde pasan carros que parecen de juguete. Uno se acerca cada vez más.

Después de algunos minutos, el avión toca tierra firme y el aeropuerto se hace más grande a medida que la máquina se detiene. Uno trata de contener su emoción. Pero, entonces, aquella voz vuelve a hablar y esta vez dice: “Bienvenidos a El Salvador”.

Ahí es imposible no sentir una alegría inmensa: felicidad mezclada con nostalgia, añoranza e, incluso, tristeza, cuando uno se da cuenta de que se tuvo que ir de ese lugar que tantas emociones le provoca. Yo creo que más de alguno intenta dominar las lágrimas, porque es profundamente movilizador volver al país que uno tanto quiere.

Aterrizar en El Salvador es un espectáculo, pero no solo para la vista, sino para el corazón.


* Una primera versión de esta columna fue publicada el 29 de diciembre de 2019.

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