La ciudad de la furia

Impunidad: la historia de la agente Sherill Hernández en Honduras

Cuando escribía sobre Sherill Hernández volvía a todos esos crímenes encubiertos por el estado de El Salvador.

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Periodista

Sherill Yubissa Hernández Mancía, de 28 años, era la jefa de la unidad especial de la fiscalía hondureña a cargo de investigar narcotráfico y corrupción en el departamento de Copán, centro de una de las rutas de tráfico de droga más importantes de Centroamérica. El 11 de junio de 2018 compañeros de Hernández encontraron su cadáver.

Luego, el estado hondureño dio dos explicaciones sobre esa muerte.

Las más altas autoridades del Ministerio Público (MP), incluidos el fiscal general Óscar Chinchilla y el jefe de la unidad élite de investigación criminal, han sostenido desde el principio que la agente se suicidó por problemas económicos y personales.

Julissa Villanueva, exjefa del departamento de medicina forense del MP, sostiene que a la joven la asesinaron. Y, por sostener eso, a Villanueva la persiguieron, la amenazaron de muerte, la removieron de su puesto y, por último, la despidieron.

Hace poco publiqué, junto a investigadores de la Fundación InSight Crime, un reportaje que explora todas las inconsistencias en las investigaciones oficiales que apoyan la tesis del suicidio, así como las versiones de agentes antidrogas y funcionarios hondureños según quienes a Hernández la mataron por las investigaciones que realizaba en Copán a pandilleros, políticos y narcotraficantes.

El camino hacia ese reportaje empezó en Tegucigalpa en agosto de 2019. Habíamos escuchado varias veces, de varias fuentes, retazos de la historia de Sherill Yubissa Hernández. En una de esas pláticas, con mujeres de una organización feminista, alguien mostró una foto de la escena del crimen. Había algo que no cuadraba: la cama y las almohadas sobre las que yacía el cadáver de la gente estaban limpias; la sangre no estaba donde debía de estar.

Empezó, entonces, la búsqueda de más detalles. En Copán oímos sobre los reacomodos del narco tras las capturas de los líderes de los grandes clanes locales de la droga -La familia Valle y el exalcalde Alexander Ardón, aliado político del presidente Juan Orlando Hernández. Y oímos que Sherill Hernández investigaba justo eso, a los narcos, cuando murió.

Las pruebas definitivas para dar vida al texto periodístico llegaron en forma de fotos y documentos -actas de la policía y la fiscalía- relacionados con la escena del crimen. Todo apunta a la comprobación de una hipótesis, la que defiende la exjefa forense de Honduras: en un intento más bien torpe, agentes del estado contaminaron el cadáver, la habitación, el arma para hacer pasar por suicidio un asesinato.

Hay tres historias en esta historia. La primera, más evidente, es la del suicidio que, según todos los indicios, no lo es. La segunda, más profunda, la inmensa capacidad del estado hondureño para, amparado en campañas mediáticas inverosímiles y actuaciones ilegales de sus funcionarios, encubrir crímenes que comprometen sus nexos con el crimen organizado.

La tercera historia tiene que ver con algo igual de grave: el desprecio absoluto del sistema por la vida, sobre todo la de las mujeres. Tras las explicaciones oficiales de la fiscalía hondureña –”se mató por problemas sentimentales”, “era una mujer joven con muchos problemas económicos”- se esconden todos los rasgos misóginos que suelen existir en las fiscalías centroamericanas.

Cuando escribía sobre Sherill Hernández volvía a todos esos crímenes encubiertos por el estado de El Salvador sobre los que he escrito a lo largo de mi carrera. El Chele Tórrez. Katya Miranda. La masacre de la UCA. Con todos ellos se consolidó la incapacidad de las instituciones salvadoreñas para llevar justicia a los muertos y para descubrir las intrincadas redes de poder que suelen tejerse alrededor de esos crímenes.

El Salvador no es Honduras. Aún.

Acaso porque el poder del narcotráfico está, por razones geográficas e históricas, mucho más presente en las oficinas del estado, la vida de quienes buscan la verdad es mucho más frágil en Honduras.

La capacidad del estado salvadoreño para encubrir, inventar pruebas y desviar a la justicia es, sin embargo, tan posible como lo fue en Honduras en el caso de la agente Sherill Hernández.

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