Meridiano 89 oeste

El pensamiento mágico

No creo que nadie tenga las respuestas absolutas ni la perspectiva necesaria para entender ni explicar cómo funciona la experiencia humana.

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Investigadora y escritora radicada entre Madison, Wisconsin, y San Salvador

Cuando mi hija se pasó a dormir en su propio cuarto le colgué un crucifijo de bronce en la pared, arriba de su cuna, sobre una placa de madera. Y eso que no soy religiosa. Lo hice porque había sido mío de niña, me parecía hermoso y porque era un símbolo de protección. La placa estaba suspendida por una cinta amarilla y sobre la madera estaba pintada la imagen de un ángel querubín. Cada noche, antes de acostarme, entraba a revisar la respiración de mi hija, a ver que estaba tapada bien, pero no sé cuando me empecé a fijar tanto en la cruz. Mi gran temor era que alguna noche entraría a su cuarto y encontraría invertido el crucifijo, como en películas de mi juventud, como «La profecía» o «La maldición de Damien», y a saber qué caja de pandora se abriría entonces. En mi mente lógica sabía que eran temores que no correspondían a la realidad y, por eso mismo, pasó mucho tiempo en que no le comenté nada de esa rutina a nadie. Entender que no era lógico no me ayudaba en esos momentos y, a veces, revisaba su cuarto, me calmaba, y tenía que volver en algunos momentos para ver que seguía colgado el crucifijo de la misma forma. Nunca se me ocurrió quitarlo de la pared y evitar todo ese proceso, porque eso habría dejado a mi hija sola y expuesta a todas esas fuerzas potenciales del mal sin, ni siquiera, cualquier mínima protección que le aportaba esa placa católica. Repito, no soy religiosa, pero lo que pasa es que mi escepticismo se extiende hasta los campos de la ciencia y la razón. No creo que nadie tenga las respuestas absolutas ni la perspectiva necesaria para entender ni explicar cómo funciona la experiencia humana.

La primera vez que oí mencionar el «pensamiento mágico» fue en un libro de Joan Didion, en que la autora describe cómo los rituales de su vida cambiaron cuando lidiaba con las enfermedades y, al fin, el fallecimiento de su marido e hija dentro del espacio de dos años. Para Didion, el hecho de no deshacerse de los zapatos de su marido, por ejemplo, aun después de su muerte, significaba que de alguna forma seguía existiendo la posibilidad de que él iba a volver y poder usarlos otra vez. La forma de razonar de la autora en ese tiempo iba en contra de la realidad empírica y todo ese libro tiene que ver con la misma insensatez que, de cierta forma, le da orden a la vida humana, sobre todo en momentos así, de crisis o de agobio.

Cuando encontré ese libro de Joan Didion sentí que la autora había puesto por escrito algo que yo ya había experimentado en mi propia vida. El crucifijo de mi hija quedó guardado en una caja en alguna cambiada de casa. El pensamiento mágico ahora tiene que ver con el acto de buscar señas en las cosas que uno encuentra en la calle o en las cosas que mira en el camino, pero también en tratar de actuar sobre ese mismo universo y de negociar con él. Es el acto de colgar un amuleto contra el mal de ojo o usar una pulsera de pita roja para la protección. Es cuando alguien te da un collar o unos aretes y perderlos o deshacerse de ellos significa, de alguna forma, perder algo de la conexión con esa persona. Es cuando se cae una fotografía y uno se preocupa que algo le ha sucedido a esa persona en ese instante. Es el silencio que sigue después de romper un espejo o cuando uno experimenta el «déjà vu». En fin, Joan Didion dice que la experiencia humana no se corresponde con explicaciones lógicas, cuando pierdes a alguien lo percibes con el corazón, no con el cerebro: «Es una sola persona que ya no está, pero es el mundo entero que ahora está vacío».

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