Árbol de fuego

Desmemoria nacional

Pareciera que nos perdimos en el bosque de la posguerra y ahora caminamos en círculos.

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Periodista y comunicador institucional

Cuando el presidente Bukele entró al Palacio Legislativo con escolta militar fue como si un sismo de alta intensidad sacudiera a la política criolla. Hubo quienes simplemente se quedaron petrificados y hubo diputados que incluso abandonaron el edificio con cara de pánico. Y como sucede cuando nos sacude un terremoto, las réplicas del 9 de febrero se han sentido por semanas. Una a una se han sumado las voces e interpretaciones que reviven lo que pasó la tarde de aquel domingo. E incluso, El Salvador volvió a figurar en los noticieros internacionales por lo sucedido. La mayoría condenaba el uso de la Fuerza Armada para intentar amedrentar al Congreso. Pero esa, como todo en la vida, no fue una postura unánime y también hubo quienes minimizaron la incursión de los militares en el salón Azul de la Asamblea.

El escenario de estas voces no fue otro que el mundo virtual, donde parece que se dirimen todas las discusiones y pleitos de hoy. Y no todos son «troles» o fanáticos del político de moda, sino que son gente común, incluidos muchos jóvenes, que en realidad creen que no hay problema en que los militares y policías se desplegaran a sus anchas, con fusiles en mano, en el Órgano Legislativo. Muchos ni siquiera habían nacido cuando terminó la guerra civil y han crecido en un país donde la clase política dominante ha decidido enterrar la historia o modificarla según su conveniencia. Entonces ven lo sucedido el 9 de febrero como la puesta en escena de una película de Hollywood. «Los diputados se lo merecen», escriben, y como en las películas gringas -y fiel a la doctrina militar- los problemas se resuelven «por la razón o por la fuerza».

Pero este no es un juego. La represión militar ha marcado la historia de El Salvador. Esa misma que ahora parece tan lejana para algunos jóvenes y que asusta tanto a los viejos. Los conflictos bélicos nos han dado nuestras principales tragedias como país. Nada bueno sale de ese pozo. Y llenar de militares el salón Azul de la Asamblea es anacrónico e innecesario. Buena parte del alto nivel de aceptación de la población hacia la Fuerza Armada es porque se ha mantenido alejada de la política después del fin del conflicto armado. El domingo, 9 de febrero primó el afán de deslumbrar y tener el apoyo de los que piensan que los uniformes verde olivo son «cool«, y que tenemos que ocupar a las filas militares para algo más que proteger la Soberanía Nacional, como lo manda la Constitución de la República.

Según LPG Datos, basados en datos de la Dirección General de Estadística y Censos, el 55% de los salvadoreños no había nacido o estaba en pañales cuando se firmó el cese al fuego entre la guerrilla y el Ejército en 1992. Una generación que ha vivido gobernada por partidos políticos que han hecho lo posible por ocultar lo que ocurrió en las décadas del conflicto armado. Han ignorado a las víctimas y minimizado su sufrimiento. Lo último fue aprobar, tan solo unas semanas después, una ley de reconciliación nacional que busca prolongar esa desmemoria y que todo siga su curso a su propia conveniencia. «El pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla», reza el gastado dicho popular y que aplica en el círculo –que parece interminable– de la violencia salvadoreña.

Rodeado de militares, sentado en el lugar del presidente de la Asamblea Legislativa, el presidente Bukele parecía atrapado en su propio juego. Rezó, lloró y se levantó de su silla seguido por sus escoltas armados. Para los que no recordamos lo vivido en la guerra civil fue un domingo extraño. Más parecido a días que solo existen en la memoria de nuestros padres y abuelos. Pareciera que nos perdimos en el bosque de la posguerra y ahora caminamos en círculos. El poeta Dante Alighieri ideó su infierno como si fuera un gigantesco embudo en el que uno va descendiendo hasta las profundidades. Quizás no tenga importancia o quizás simbolice que no hay nada peor que estar en un lugar destinado a vivir sus tormentos una y otra vez.

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