Árbol de fuego
Del paludismo al covid-19
Así son las crisis, siempre desnudan a los más pobres y se puede ver con mayor claridad el verdadero rostro del país, surcado por la precariedad y demacrado por el estrés de no tener que comer.
Es la historia de un poblado que es diezmado por una enfermedad. Sus habitantes van cayendo, uno por uno, víctimas de un padecimiento que puede ser letal. Es un mal extraño que los postra rápidamente y deja a sus familias llenas de incertidumbre. El protagonista de esta historia es el pescador Marcos Vallecillos, a quien le toca ver como enferman los que lo rodean, incluyendo su esposa Eulogia. Es el cuento «Fiebre en la costa» del salvadoreño Hugo Lindo, autor nacido en La Unión en 1917, unos meses antes de que comenzara la pandemia de la gripe española que azotó el planeta.
En su texto, Lindo ilustra cómo los pobres de El Salvador se enfrentaban a las enfermedades en la primera mitad del siglo XX. Y tristemente se parece mucho a la actualidad. En este caso se enfoca en el paludismo y las penurias que se vivían para hacerle frente. Cuando la esposa de Marcos enferma, a él no solo le toca sufrir por ver a Eulogia muerta de frío, envuelta en colchas chapinas, en cama, durante los mediodías costeños; sino que saber que tiene menos de cinco colones y una olla de frijoles para sobrevivir. Una situación que lo obliga a salir a pescar a mar adentro y dejar sola a su esposa enferma.
Marcos se arriesga como se arriesga la gente que vive del día a día. Si no hay pesca, no hay nada para llenar el estómago. En las últimas semanas, hemos sido testigos de esa misma encrucijada. Miles de salvadoreños se juegan su salud y la de sus familias para tratar de sobrellevar su precaria economía en el marco de una pandemia como la de la covid-19. Salen por su misma necesidad y la de los suyos. Así son las crisis, siempre desnudan a los más pobres y se puede ver con mayor claridad el verdadero rostro del país, surcado por la precariedad y demacrado por el estrés de no tener que comer.
Y en ese contexto, el pescador –como el agricultor o el obrero– es el salvadoreño luchador por antonomasia. El que arriesga mucho por tan poco. A bordo de sus lanchas, que muchas veces son muy básicas, se enfrenta a tempestades que lo pueden hacer naufragar en cualquier momento. Todo solo para subsistir. Marcos se arriesga acompañado de su ahijado de doce años. Los dos salen a remo, al atardecer, hacia el amplio mar. De entrada, la suerte parece sonreírles, cuando pescan un enorme «boca colorada» que a duras penas logran subir al bote. El gran pez era un salvavidas económico ante la enfermedad de Eulogia.
Pero en ese momento que sabe a gloria, la enfermedad les da otro revés. A bordo del bote, el niño de doce años comienza a temblar del frío y, por el esfuerzo de la pesca, cae con fiebre en ese preciso momento. El mar se comienza a picar y Marcos rema como loco, pero no puede avanzar por la fuerte marea. Es como «una cáscara de mangle a merced de la reventazón». Cae la noche y cada vez parecen más lejos de la costa. El niño delira por la fiebre acostado junto al gran pez. Marcos llora amargamente, pero no deja de remar y, al amanecer, logra llegar a la orilla.
Cuando vuelve a casa, Eulogia se siente mejor después de ser atendida por una fortuita brigada médica que llegó a la comunidad. Pero su ahijado de 12 años está mal y muere a los pocos días por el paludismo. Los médicos no pueden hacer nada por él después de lo que pasó mar adentro. El niño fallece víctima de la enfermedad, pero también de sus circunstancias. Las mismas que no han cambiado para miles de salvadoreños que enfrentan con incertidumbre a la covid-19. En plena pandemia, aún sin tener claro el alcance de la crisis socioeconómica que conlleva, la precariedad nos sigue matando.