Escribiviendo

Reflexiones del artista joven y adulto

Sobre el concepto de belleza dice Salarrué en la Carta a los patriotas: Una puesta de sol, el río que pasa por tu casa, el cerro o el volcán que te absorbe la vista desde que te levantas, esa es mi patria.

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Para escribir una obra literaria, o un ensayo, lo primero por hacer es meditar sobre lo que me gusta con inspiración en mi propio marco referencial –mejor si lo siento desde niño– igual si lo percibo más tarde que el momento llegó. José Saramago se dedicó a escribir después de los 50 años; también hay artistas que sobresalieron desde la minoría de edad. No importa, basta pretender que se obedece a un deseo interno. Es posible que en un momento te dé por abandonar el barco. Me tocó a mí, cuando estaba en Costa Rica, decidí abandonar la literatura para dedicarme a algo más que me atrajo de niño: la matemática. De no haber ocurrido el asesinato de Roque Dalton (1975) estuviera dando lecciones de esa materia en el hermano país. Así, sucedió lo contrario: escribí en el hermano país tres de mis obras más difundidas fuera del idioma español, incluyendo un premio latinoamericano de novela; y el tema fue El Salvador. Ahora, desde mi país, escribo el primer libro de una épica centroamericana que tuvo a Costa Rica dentro del primer plano. Son los tantos enigmas de la producción artística.

A veces pensamos en el papel que deben jugar los maestros. No me refiero al docente. El mejor maestro seré yo mismo. Si no descubro esta clave, mejor no pensar que la creación literaria me sea favorable. Esto incluye tirarse a lo largo de la vida y reflexionar lo que has aprendido de ella, tus entornos sencillos o esplendentes. “Todo lo aprendí de un hombre sabio” –dice José Saramago–, “mi abuelo analfabeto”. En mi caso, yo aprendí mucho de la calle. Aunque eso se vuelve dramático en un país donde desde su independencia ha imperado la violencia rural y urbana. En el país feliz o desilusionado siempre habrá hallazgos para la elaboración estética que contribuyan a la reconstrucción social. Lo feo y lo bello. Sobre el concepto de belleza dice Salarrué en la carta a los patriotas: una puesta de sol, el río que pasa por tu casa, el cerro o el volcán que te absorbe la vista desde que te levantas, “esa es mi patria”, no la elaborada por el prejuicio o el mito, reafirma.

Recuerdo que con el poeta Roberto Armijo comentábamos, cuando llevó a su marimbita de tres niños por primera vez al mar (Rabín, Manlio, Roberto), que lo único que se le ocurrió decir al mayor, en esos momentos con cinco años, fue: “Papá, no atino”.

Si eres escritor puedes rescatar ese instante. Para mí, el mar visto por primera vez a los cuatro años, pensé en un cielo derramándose en agua y el mar como su desaguadero.
El autoaprendizaje es fundamental, no hay escuelas para hacer escritores. ¿Y para las otras artes? Quizás para manejar algunas técnicas. Los talleres son válidos en cuanto escuchas diversas opiniones de quienes te rodean, y del facilitador. Está bien, pero no basta. Nunca tuve un taller, ni un maestro que estimulara mis ocurrencias de niño en la escuela. Al contrario.

No hay nada intrascendente en tu entorno. Puedes sacarles astillas a cada momento de tu vida para hacer una obra artística. A ello se agrega lo fundamental: ¿cómo lo vas a expresar con el cincel, con la palabra o con los sonidos? Es otra clave fundamental: escudriñar la intimidad antes de echar mano a tu expresión. Escudriñar la intimidad significa ejercitar las células neuronales (dicho en forma sencilla: desabotonar o desabrochar el cerebro), interpretar los asombros provenientes de realidades estéticas: la belleza o la fealdad hay que procesarlas con emoción, de manera que sean el vehículo para despertar las emociones de otros.

El intimismo o autenticidad se procesa sin darte cuenta, como se asimila el oxígeno. La idea es que lo que escribo se aleje de mí, se independice de mis deseos de autor. De pronto los personajes, las pinceladas o los sonidos se escapan de mi mano o escribo con intensidad diferente a mi emotividad particular. Sucede que el resultado artístico es colateral a lo que has razonado, es algo superior que “la razón no comprende”.

No hay duda que Bécquer tuvo el sentimiento de amar antes de ponerse a escribir “Rimas”; pero su calidad de poeta la obtuvo cuando, sin dejar de ser emociones suyas, se le escaparon para ser emociones acogidas como propias por los demás. Esto no se contradice con el impulso de escribir o plasmar el entorno particular en la obra. Y ahí es donde juega un papel las habilidades psicosomáticas, como decía el filósofo de la estética Georg Lukács, cuando aún no se habían descubierto los laberintos insondables del cerebro para distenderse (“plasticidad cerebral”), en la medida que se adquiere conocimiento. Y en el caso del arte conocer no es saber, sino percibir, albergar imágenes, pensamientos, amor, rechazo, indignación, como insumos para producir arte: artes plásticas, danza, música o literatura.

Claro, aquí no entran genialidades producto de encuentros cercanos del tercer tipo. Como el caso de Mozart, por ejemplo, que comenzó a escribir piezas de piano a los seis años y sinfonías a los 15; o Darío que no terminó la escuela secundaria y alcanzó altura poética universal; caso parecido es Einstein que tuvo una formación racional y luego voló con alas de genialidad. “Tú no serás nada en la sociedad”, le dijo su profesor, el Dr. Joseph Degenhart, porque solo prestaba atención a la matemática y descuidaba otras asignaturas. Un sabio sensible que nunca dejó de tocar violín.

Con Van Gogh pasó igual, cuando había pintado sus mejores cuadros, al no poder venderlos, le recomendaron estudiar técnicas del color; pero el genial pintor no logró entrar en la academia de Bélgica, ¡no superó el examen de admisión!
La carencia de apoyos no veda la realización artística. Los poetas, en el caso de El Salvador, después del año cincuenta del siglo XX, nunca lo tuvieron. No es que eso sea lo mejor, pero tampoco es una conditio sine qua non.

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