Vivir en comunidad y sin escrituras

Comprar casa propia es un privilegio tan grande que algunas personas se han organizado para construirlas con sus propias manos. Desde 2003, en El Salvador se ha empezado a gestar un movimiento de cooperativas de vivienda por ayuda mutua. En el país solo el 53 % de los hogares son propietarios del terreno en el que se encuentra su casa. Por los altos niveles de inseguridad y violencia acceder a tierra en un lugar seguro y sin pandillas es una meta difícil de alcanzar para familias sin ingreso fijo.

Fotografías de Franklin Zelaya
Comunidades sin escrituras

«Yo perdí mi clientela por tener mi casa. Me tocó trabajar como hombre y me dañé mis rodillas», comienza a contar Ana Miriam, de 75 años. Esta tarde explica que todo el esfuerzo físico ahora ya le pasa factura. A pesar de eso está contenta frente a la fachada de una casa que ella ayudó a construir con sus manos.

Ana Miriam es una de las fundadoras de la Asociación de Cooperativa de Vivienda del barrio San Esteban en el Centro Histórico de San Salvador (ACOVIVAMSE). Paga $60 mensuales y tuvo voz y voto en la forma de construcción de su casa. Coló arena, puso ladrillos y también fue vigilante nocturno cuando la obra estaba en construcción.

No terminó la escuela y se ocupó de criar a sus hijos en un mesón con la ganancia de una venta de comida. Ahora, con sus hijos ya grandes y la familia aumentada, sigue con su vida de comerciante. A su lado tiene un carrito de dulces y galletas. Se le ve cansada, pero pronto saldrá a ofrecer sus productos. Esta vez no tendrá que ir lejos. Ahora vende sus golosinas frente al portón de la comunidad en la que vive desde hace seis años.

La comerciante vive en un condominio con fachada amarilla, calles limpias y plantas cuidadas en el barrio San Esteban del Centro Histórico de San Salvador. El condominio es todo lo opuesto a la realidad de afuera: paredes grises, basura en la calle y humo por doquier.

Antes vivía en un mesón en el que tenía que levantarse antes de que amaneciera para poder bañarse sin tener que hacer una gran fila en los baños comunales. Ese mesón era lo único que podía pagar con lo que ganaba de vender comida. Una vez –cuenta en esta tarde de diciembre– intentaron expulsar a los inquilinos de ese mesón. Los inquilinos protestaron y resistieron. Estaba construido con puras láminas, pero era su hogar, dice.

Frente a la casa de concreto en la que ahora vive, sembró una rosa. Hoy no se preocupa más por un posible desalojo. Aunque no tiene escrituras de la propiedad de esta casa, tiene derecho a vivir acá, y luego sus hijos heredarán ese beneficio. La rosa ya dio 10 botones rojos.

La cooperativa aglutina a 40 grupos familiares. Ninguna de esas familias tiene escritura propia de su casa. Nadie puede vender, alquilar o hipotecar estas pequeñas viviendas de dos plantas. Pero ese no es problema entre los vecinos. En esta comunidad todos aceptaron construir bajo estos acuerdos. Como resultado, tienen una propiedad colectiva.

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Un oasis en San Esteban

Un grupo de niños juega fútbol en la cancha del complejo habitacional. Frente a ellos, dos niños hablan. De lejos, parece una conversación seria y para ellos lo es. Sánder, de 11 años; y Zaila, de nueve, hablan de los regalos que les gustaría recibir. Él quiere un teléfono y ella, una tableta. Sánder es nieto de Ana Miriam y tiene un vago recuerdo del mesón en el que vivía antes con su familia. Lo que más le disgustaba era que el patio era muy chiquito para jugar.

Los niños siguen con su plática y el sol empieza a ocultarse en San Salvador. De la vida caótica del centro, el tráfico de los buses y las ventas, los divide solo un portón que, por regla, debe permanecer cerrado. La seguridad del lugar depende de todos.

El Centro Histórico de San Salvador es un lugar controlado por pandillas. Los comerciantes deben pagar extorsión y es común leer noticias de cadáveres que se encuentran en los alrededores de la zona. Durante estos seis años de habitar el complejo de viviendas, los cooperativistas afirman que no han tenido problemas con ninguna pandilla. El complejo se ha convertido en un oasis para los niños que aún pueden salir a jugar a los pasajes.

«La inseguridad ha modificado la estructura de gastos familiares y las preferencias de la población, que aspira a vivir en lugares seguros», sostiene la Política Nacional de Vivienda de El Salvador. Pero no solo eso, la inseguridad disminuye «las posibilidades de muchas familias de acceder a una vivienda». Por ejemplo, el alquiler de una casa pequeña en una colonia con altos índices de criminalidad en Soyapango puede llegar a costar $40 mensuales. Mientras que el alquiler de una casa con características similares en una zona sin alta criminalidad, cuesta –como mínimo– $200.

En ACOVIVAMSE viven personas que se enfrentaron a ese problema durante años viviendo en un mesón. La asociación se fundó en 2007, conformada en su gran mayoría por jefas de hogar de la zona del Centro Histórico. Ellas se reunieron, fueron capacitadas, gestionaron ayudas y lograron conseguir el terreno en el que ahora viven. Con cooperación internacional obtuvieron un financiamiento para construir sus casas y ahora se encuentran pagándolo. Como lo hicieron con sus propias manos, lograron reducir los costos. Terminarán de pagar la construcción dentro de 14 años.

Pero la cooperativa no termina una vez se construyen las casas. Ahora, seis años después, se encuentran en la fase de la convivencia. Cada uno de los asociados tiene responsabilidades y es parte de un comité diseñado para que la coexistencia funcione.

Aquí los asociados tienen normas: está reglamentado que, por cada casa, solo pueden vivir cuatro personas, tampoco se pueden tener perros y los vecinos deben participar en la limpieza y el cuido de un área común. Además, hay un convivio mensual para que los niños miren películas animadas. También se realizan excursiones en comunidad y no se permiten borrachos en los pasajes. La idea es simple: lograr construir una comunidad que se cuide y respete a sí misma.

Privilegio económico. Para muchas familias, comprar una casa que se encuentre en una zona con baja criminalidad es una meta difícil de alcanzar.

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Cuando la propiedad es colectiva

«Se puede invertir $10 mil para hacer una casa o invertir $10 mil para formar a 100 cooperativistas que demandarán una política pública y harán 500 casas. Como cooperación internacional, no vamos a construir viviendas, vamos a generar las condiciones para que autogestionen con el Estado, con la municipalidad o con otra cooperación», empieza por explicar Mónica Hernández.

Hernández es la coordinadora regional de Vivienda y Hábitat de la organización We effect, que antes se llamaba Centro Cooperativo Sueco. El modelo cooperativista de vivienda proviene de Suecia y, desde 2003, se empezó a trabajar para cimentarlo en El Salvador.

Hasta ahora, en todas las casas que han sido construidas por ayuda mutua, el financiamiento para la tierra y los ladrillos ha venido de otros países. El Estado salvadoreño no ha invertido, a pesar de que las cooperativas son entes con personería jurídica que garantizan el pago de un posible financiamiento.

Hernández pone ejemplos de otras cooperativas que han sido financiadas con dinero alemán, español y sueco. La construcción de estas colonias, considera, ha permitido demostrar que es un modelo que sí da frutos: «Esto ha servido para que el Estado salvadoreño vea que la gente trabaja y ahorra; que se puede organizar y no se roba la plata».

Actualmente hay un nuevo proyecto para otras cooperativas del Centro Histórico de San Salvador en el que se verían beneficiadas más de 300 familias. «Lo financiará el Viceministerio de Vivienda con fondos de la cooperación italiana, pero son fondos de cooperación bilateral», asegura la experta. Esta sería la primera ocasión en la que el Estado salvadoreño invertiría directamente en cooperativas de este tipo. Pero el posible desembolso para esas 352 familias aún no ha ocurrido.

Este modelo de construcción se basa en cuatro ejes que cada cooperativa debe asumir. El primero es la autogestión: las personas controlan el proceso de construcción y cómo se maneja la comunidad. El segundo es la ayuda mutua, eso se traduce en que los miembros de la cooperativa brindan su tiempo y su mano de obra. El tercer eje es la propiedad colectiva, lo que significa que cada miembro de la cooperativa no puede vender su casa, y así protegen el derecho a un espacio digno. El último pilar en que se basan es la asistencia técnica. Cada cooperativa es apoyada por expertos para garantizar la seguridad de sus edificaciones.

«País de propietarios. Tener un título de propiedad es lo que se nos ha vendido, pero a la gente le interesaba resolver su necesidad de tener un espacio en donde vivir. Y no solo ese espacio… tener una comunidad», dice Hernández, de We Effect.

Que la propiedad sea entendida de manera colectiva, explican algunos miembros de cooperativas, sirve para salvar a las viviendas de sus propios dueños. Julia Ramos, integrante de la Federación Salvadoreña de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua (FESCOVAM), cuenta que conoce a personas de una comunidad donde «salió un proyecto de vivienda –bajo otro modelo– y la gente obtuvo su vivienda, pero ¿qué es lo que pasó? En una necesidad hipotecaron la casa, ya la perdieron y ya se quedaron rebotando».

FESCOVAM aglutina a 20 cooperativas de vivienda en El Salvador. De esas 20, solo hay tres que ya tienen la construcción realizada y el resto se encuentra en los procesos de preobra. Es decir, están gestionando financiamientos, permisos y terrenos.

“Esa tienda no es solo para que puedan generar ingresos, sino que el objetivo fundamental de esa tienda es que las mujeres disminuyan el tiempo que utilizan en hacer las compras y puedan tener más tiempo para participar organizativa y políticamente”, explica Hernández. Dentro de las cooperativas de vivienda, la mayoría de personas asociadas son mujeres. A escala nacional, de acuerdo con estadísticas de FESCOVAM, 70 % de sus miembros son jefas de hogar. La mayoría de ellas se dedica al comercio informal.

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Lo que surgió del terremoto

Tras el terremoto del 13 de enero de 2001, al menos 90 mil viviendas quedaron dañadas. Así surgieron varias cooperativas de vivienda que buscaron apoyo a través del Fondo Nacional de Vivienda Popular de El Salvador (FONAVIPO). La mayoría de las cooperativas formadas tras la tragedia se disolvió con el tiempo, pero eso no sucedió con una llamada Trece de Enero. Esta cooperativa agrupó a 200 familias que buscaron apoyo en la Fundación Salvadoreña de Desarrollo y Vivienda Mínima (FUNDASAL). Ahí recibieron capacitaciones de cooperativismo y administración.

Seis años después de haber perdido sus casas, los miembros de la Trece de Enero empezaron la construcción de su nueva comunidad. Para entonces –en 2007– ya solo quedaban 34 familias dentro de la cooperativa. Decidieron que para hacerla funcionar debían dividirse en varios equipos: consejo de administración y junta de vigilancia; comités de educación, de trabajo, obra, compras y bodega. Todas las decisiones fueron hechas por personas que habían perdido sus casas, que no eran expertas en construcción, pero que habían sido capacitadas en el tema.

Trabajar con la premisa de ayuda mutua, permite hacer ahorros «de hasta el 25 %, según experiencias sistematizadas comparadas con otros modelos de vivienda popular en la región», asegura la organización We Effect.

Lo primero que se construyó en la Trece de Enero fue un salón comunal para tener un espacio en el que reunirse. A la hora de construir, cada familia debía aportar 24 horas semanales de mano de obra, y en la última etapa de la construcción se aumentó a 30 horas semanales, incluyendo turnos nocturnos. Ellos hicieron las zanjas, pusieron ladrillos, colaron la arena y pusieron el techo de sus casas de block. En julio de 2008 pudieron habitar las casas.

Diez años después, la comunidad sigue en pie y la cooperativa ha desarrollado negocios para tener dinero propio. Por ejemplo, hay una tienda donde la cooperativa es la dueña. Así, las ganancias de las compras quedan dentro de la misma comunidad.

«Esa tienda no es solo para que puedan generar ingresos, sino que el objetivo fundamental de esa tienda es que las mujeres disminuyan el tiempo que utilizan en hacer las compras y puedan tener más tiempo para participar organizativamente y políticamente», explica Hernández.

Dentro de las cooperativas de vivienda, la mayoría de personas asociadas son mujeres. A escala nacional, de acuerdo con estadísticas de FESCOVAM, 70 % de sus miembros son jefas de hogar. La mayoría de ellas se dedica al comercio informal.

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La comuna

«Cada vez se ve que la ciudad es más cerrada, hay más muros, hay más razor, hay más portones y me da miedo el vecino de la par y el de enfrente, y yo no quiero que mi hijo crezca así. Nosotros todavía jugábamos en la calle. Yo también quiero que él juegue en la calle», dice Sofía Bonilla en un salón de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Alrededor de ella, un niño de un año estrena algunos de sus primeros pasos en el aula y emite sonidos como queriendo imitar a su mamá.

Aquí está reunido un grupo de personas que forma parte de La Comuna. Hasta ahora, las cooperativas de vivienda han sido una forma de organizarse de aquellas que no pueden acceder a préstamos porque no tienen un trabajo formal. Esto diferencia a La Comuna del resto de cooperativas.

Algunos la llaman «la cooperativa de profesionales» y ellos no parecen estar muy cómodos con el término porque aseguran que cualquier persona, profesional o no, está invitada a ser parte del colectivo en esta etapa. Pero lo cierto es una cosa: son la primera cooperativa de vivienda formada por arquitectos, abogados, músicos, administradores, filósofos, etc.

El primer acercamiento a este modelo que algunos de ellos tuvieron fue mientras estudiaban. Ahí conocieron de primera mano que habían cooperativas de personas con bajos recursos en las que ellos mismos construían sus casas.

Así fue como Carlos Manzano, arquitecto, se dio cuenta de algo: «Nosotros como clase media trabajadora también somos excluidos de poder acceder a la vivienda». Él se preguntó si era posible retomar el proyecto. Habló con algunos amigos y formó un grupo de 10 familias que pretendía formar una cooperativa. Inicialmente se reunieron en una iglesia.

En 2017, preguntaron al rector de la UCA si era posible que este grupo realizara sus reuniones de planificación en la universidad. El centro de estudios dijo que sí bajo la condición de presentar el proyecto de vivienda a la comunidad universitaria. Así la cooperativa creció hasta tener 40 grupos familiares. Ellos se reúnen los sábados para formarse en temas de cooperativismo y entender cómo funcionaría su comunidad de llegarse a construir. Recién en noviembre del año pasado lograron obtener su personería jurídica.

En La Comuna aún no se tiene definido el espacio donde construirán sus casas si consiguen financiamiento, pero tienen una premisa: «No solamente vamos a construir una casa con tecnología alternativa, sino que tenemos que pensar en cómo vamos a construir la sociedad, con más apertura, con disposición a la discusión», sostiene Bonilla.

Javier Rodríguez, miembro de La Comuna, indica que la idea de este proyecto habitacional no es solo construir casas para su propio beneficio. Esperan brindar algún servicio a los vecinos que no formen parte de la cooperativa. Él pone de ejemplo la posibilidad de purificar su propia agua y compartirla con sus eventuales vecinos. «Creemos que, a través del modelo cooperativo, podemos tener más incidencia en diferentes problemáticas que tiene El Salvador. En cambio, otros de mis amigos solo quieren su casa y hasta ahí».

“Me costó ambientarme. Yo ya estaba acostumbrada a las champas”, recuerda Ana Miriam antes de salir a vender sus golosinas. Dice que durante los primeros días viviendo en la casa que construyó se sentía contenta, pero algo la hacía sentirse fuera de lugar. Hasta que, poco a poco, se fue acostumbrando a tener más espacio en el que vivir.

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La nueva vida en San Esteban

«Me costó ambientarme. Yo ya estaba acostumbrada a las champas», recuerda Ana Miriam antes de salir a vender sus golosinas. Dice que durante los primeros días viviendo en la casa que construyó se sentía contenta, pero algo la hacía sentirse fuera de lugar. Hasta que, poco a poco, se fue acostumbrando a tener más espacio en el que vivir.

Ella, solo hasta sus 69 años, pudo obtener un lugar propio y dejar de alquilar una casa de láminas en un mesón. Ahora está cómoda en su hogar. Cuenta que no le duele pagar cada vez que llega el fin de mes. Habla con orgullo de cómo todos los cables de energía van subterráneos y señala, contenta, las gradas de algunas casas que construyeron. Luego, sale a vender los dulces al portón de su comunidad. Cierra con llave. Adentro, en un lugar seguro, su nieto, Sánder, corre detrás de una pelota.

En comunidad. Las familias realizan convivios tras la construcción. Si alguien desea salirse de la cooperativa y dejar su casa podrá recuperar el dinero invertido cuando se sume un nuevo socio que cumpla las reglas del colectivo.
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