Árbol de Fuego

Una generación dormida

Ninguna de esas dos encrucijadas ha llevado a los salvadoreños a las calles. Ni saber que los recursos naturales se nos acaban ni que la última “reforma” a los ahorros previsionales no conlleva cambios sustanciales.

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Periodista y comunicador institucional

El cañal centroamericano está ardiendo y somos testigos a quemarropa. De hecho, el fuego ya llega a la puerta de nuestra casa. Las llamas de Nicaragua han sido las últimas en encenderse, algo que pocos pensaban posible en el corto plazo. Todos los países que nos rodean –Guatemala, Honduras y ahora la Nicaragua de Daniel Ortega– han vivido revueltas sociales en los últimos años. Cada uno por diferentes motivos pero siempre teniendo como protagonista a la sociedad civil. Unos se cansaron de la corrupción, otros marcharon contra el fraude electoral y los últimos, los nicaragüenses, por unas reformas al sistema de pensiones que afectaban a la población. El Salvador, rodeado y expectante, se limita a mirar el incendio de los vecinos.

Impávido y sin ofuscarse como una Suiza pobre de nueva era. Y en realidad, no hay mucho que nos distinga de los tres países centroamericanos en cuestión. Somos amplios conocedores del combustible que ha alimentado su enojo. En el caso de Nicaragua, la chispa inicial fueron protestas aisladas de universitarios contra la negligencia de las autoridades por frenar el incendio en la reserva biológica Indio Maíz, al sudeste del país (algo que ocurre en El Salvador todos los años cuando más de 5,000 hectáreas de los pocos bosques que quedan se consumen ante la indolencia de las autoridades). Pero lo que detonó las manifestaciones masivas fue la reforma previsional que reduciría las pensiones en 5 % y aumentaba las contribuciones para rescatar al Instituto Nicaragüense de Seguridad Social. Un tema del que también conocemos bastante tras un cambio mucho más radical en el sistema de pensiones del país.

Ninguna de esas dos encrucijadas ha llevado a los salvadoreños a las calles. Ni saber que los recursos naturales se nos acaban –la protección al ambiente nunca ha sido un tema popular en el país– ni que la última “reforma” a los ahorros previsionales no conlleva cambios sustanciales, y que, al momento de jubilarse, muchos hombres y mujeres –la gran mayoría de nosotros– que han trabajado toda su vida recibirán pensiones de hambre. Tampoco la corrupción que ha puesto en la mira de la Fiscalía a tres expresidentes. Ni la inseguridad ciudadana que afecta prácticamente todos los ámbitos de la cotidianidad. Razones sobran para salir a las calles a protestar, pero la indignación ya no carbura en El Salvador.

Hay quienes sostienen que aun es un efecto de la guerra civil. Que la gente quedó harta de la virulencia de la década del ochenta. Y con la firma de los Acuerdos de Paz, cansado, el país se fue a dormir. Un letargo que ya lleva más de 25 años (más que la dictadura de Hernández Martínez), y del que solo se despertó, momentáneamente, para oponerse a la privatización de la salud. Después de eso, estos años han sido tiempo suficiente para que sacaran el colón de circulación, se derrocharan millones en proyectos fracasados como la represa El Chaparral o el puerto La Unión, se privatizara el sistema previsional, se apostara solo por la represión para frenar al crimen, entre tantas otras medidas erradas de los gobiernos de turno.

De seguro nos juzgarán. En los libros de historia que se escribirán de aquí en 100 años, registrarán a esta como una generación dormida, indolente. Ojalá consignen que, aunque la gente no protestaba como en los vecinos centroamericanos, si se quejaban en las redes sociales. Que relean nuestros “post” y los rescaten del vacío de las redes sociales, como los historiadores de ahora buscan noticias en los periódicos del siglo XIX. Que lean nuestra indignación con cada caso que retrata el horror de la violencia o la inequidad de nuestra sociedad. Eso es lo único –lo poco– que estamos dejando hasta nuestro despertar.

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