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Sobrevivir en El Salvador

Los índices anormales de delincuencia que sufre nuestro país han creado una especie de olla de vapor de la que, justificadamente, muchos ansían escapar. ¿Cuántos de los suyos se han ido? ¿Cuántos se quieren ir? ¿Usted se iría? Yo me fui*.

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Comunicadora salvadoreña radicada en Santiago de Chile

A diario, muchos salvadoreños cruzan las fronteras del Valle de las Hamacas para nunca regresar, prefieren vivir en países extraños que sobrevivir en el suyo. Tras ellos, muchos otros más quisieran irse. Yo me fui.

Hace unos años, Santiago de Chile se ha convertido en mi nuevo lugar de residencia. La cordillera de los Andes, los vagones del metro y el Palacio de la Moneda se volvieron postales comunes. Quizá por cosas del destino –o por pura necedad– mi estadía se fue prolongando más allá de lo planeado y me he visto forzada a aceptar que, por mucho que lo intente, las pupusas nunca sabrán igual estando en otro país.

Más allá de la nostalgia, cuatro estaciones bien marcadas y un idioma –porque en Chile se habla chileno–, este largo y angosto país me ha ofrecido una sensación que era cada vez más difícil experimentar en El Salvador: seguridad.

Aunque usted no lo crea, estar siempre a la defensiva, caminar con miedo, sentirse constantemente inseguro, sospechar de todo aquel que se cruce en su camino, rezar cada vez que hay que subirse a un bus, volver a la casa y dar gracias por haber llegado vivo; en fin, todo eso ¡no es normal!

Nosotros, los salvadoreños, nos hemos acostumbrado a vivir así y ni siquiera nos damos cuenta. Ya somos inmunes, no nos percatamos. Lo natural es pedirles a todos nuestros familiares y amigos que nos manden un mensaje cuando lleguen a su casa, para estar tranquilos. Lo comprensible es que haya tropas de guardias de seguridad armados hasta los dientes en cada establecimiento comercial. Lo lógico es tener un celular viejito, por si te asaltan, para que se lleven ese. ¡Es que es obvio!

Pues no, no es obvio, no es natural, ni comprensible, ni lógico. Los índices anormales de delincuencia que sufre nuestro país han creado una especie de olla de vapor de la que, justificadamente, muchos ansían escapar. ¿Cuántos de los suyos se han ido? ¿Cuántos se quieren ir? ¿Usted se iría? Yo me fui.

Pero entonces, cuando uno se da cuenta de que es posible caminar por la calle con algún grado de seguridad, cuando subirse a un bus no implica temor a perder la vida, cuando los carros se detienen si un peatón va cruzando la calle y cuando es posible usar el metro sin asfixiarse, le entra a uno la ansiedad por volver y hacer algo.

En teoría, es el Estado el que debe ser garante de la seguridad de sus ciudadanos. Esta es, claramente, una deuda que los últimos administradores tienen con los salvadoreños, la principal, a mi juicio. Con este desdén, la violencia y la delincuencia parecen haber encontrado un lugar cómodo para instalarse: el país en el que ya se ven como lo normal.

Ojalá las alternativas de solución fueran más evidentes, porque son precisamente esa normalización de la violencia, esa cotidianidad de la inseguridad, la zozobra automática y socialmente aceptada las que no permiten que se enciendan las alarmas. Es un efecto paralizador que, poco a poco, va anestesiando los sentidos y las aspiraciones.

Sobrevivir no es normal. Lo normal es vivir, sin el «sobre» antes.

*Una versión de esta columna fue publicada en octubre de 2015.

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