Los migrantes no solo somos el trauma, somos la felicidad

Javier Zamora es un poeta salvadoreño de 28 años. Cruzó el desierto de Sonora para reencontrarse en Estados Unidos con su mamá y papá a los nueve años. En ese país ha construido su obra y su carrera como escritor. Este junio volvió por primera vez a El Salvador y encontró el patio de su infancia en un país cada vez más violento. Él estudió Historia en la Universidad de Berkeley, actualmente es becario de Stanford y dentro de unos meses, iniciará una beca en Harvard. Su libro “Unaccompanied” es una historia de migración. Ahí cuenta el dolor y el trauma que se experimenta como niño al atravesar tres países sin la seguridad de saber a dónde se va, sin pasaporte, padres, ni familiares al lado.

Fotografías de Franklin Zelaya
Para mí El Salvador era algo de libertad, pero al regresar aquí veo que el país está menos libre de cuando lo dejé en 1999.

“No me gusta recordar mi tiempo en el desierto. Tampoco lo recuerdo linealmente”, escribió en un ensayo Javier Zamora hace un par de años. De niño tuvo que atravesar el desierto de Sonora para volver a abrazar a sus padres en California. Conforme creció en Estados Unidos, dejó de hablar español y llegó a negar que había nacido en El Salvador. La premisa era simple: necesitaba olvidar el dolor de migrar. Empezó a escribir literatura. Ahora él se ha convertido en una de las principales voces latinas dentro de la poesía que narra la experiencia del migrante indocumentado.

Javier nació en San Luis La Herradura, un municipio lleno de manglares, en La Paz. Cuando tenía un año, su padre se fue hacia Estados Unidos y allá empezó a trabajar en jardinería. Luego, su mamá tomó el mismo camino y se dedicó a cuidar niños. Así, Zamora se crió con sus abuelos hasta que, en 1999, fue su momento para partir; al igual que sus padres, sin papeles. La guerra civil ya había terminado, pero su familia no le imaginaba un futuro con esperanza en El Salvador.

Su abuelo no planeaba migrar, pero decidió acompañarlo lo más lejos posible en el viaje. Ese punto fue Tecún Umán, en Guatemala, cerca de la frontera con México. Ahí se despidieron. Después Javier quedó con un grupo de migrantes y coyotes. Su viaje duró dos meses en los que, según sus escritos, su familia no supo si había muerto, si estaba en algún centro de detención o si lo verían de vuelta.

Llegó a Estados Unidos el 10 de junio de 1999. Pero a ese país arribó un niño que había luchado por su vida entre fronteras. Aún sin lograr procesar por qué sus padres emigraron, por qué tuvo que huir de los agentes de Migración, esconderse en camionetas, dormir en el desierto o subirse a balsas sin saber nadar. La literatura le sirvió para empezar a buscar esas respuestas.

De eso habla en “Unaccompanied”, su primer libro de poemas publicado el año pasado. Escribe en inglés. Cuando él platica en español, las palabras parecen escapársele de la boca. El libro ha tenido buen recibimiento e incluso ha sido criticado en medios como The New Yorker.

Zamora salió de El Salvador con una educación de cuarto grado. En su nuevo país se formó en centros educativos a los que es difícil ingresar, incluso para los ciudadanos estadounidenses. Allá estudió secundaria en una escuela privada gracias a una beca deportiva, luego se graduó con especialidad en Historia de la Universidad de Berkeley. Actualmente es becario de la Universidad de Stanford y próximamente inicia un proyecto en Harvard.

Dice que no considera adecuado glorificar el sueño americano, pero él, de cierta forma, lo encarna. Es beneficiario del Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés), pero ese permiso no brinda un camino hacia la legalización permanente y ya fue cancelado por la administración de Donald Trump.

Es escritor a tiempo completo y gracias a las letras, ha encontrado un camino para legalizar su residencia. Después de casi 20 años ha vuelto a El Salvador para solicitar una visa estadounidense de “habilidades extraordinarias” que le permita residir de manera legal. Además, él necesitaba volver a su municipio y abrazar a sus abuelos, pero ahora que lo hizo, El Salvador no le escondió su violencia. En menos de un mes ya escuchó, por primera vez, cómo suenan los disparos de un homicidio.

 

¿Cómo ha sido volver?
Tengo familia a la que han deportado, así que me dijeron que me preparara porque iba a llorar. Pero a mí no me dio esa emoción que yo esperaba. Ellas lo describieron como una emoción muy complicada. Sentían felicidad, horror, angustia. Un gran tamal de emoción, pero yo, no. No sentí nada, absolutamente nada. Me tomó como 10 días llorar. Y lloré en el Centro Cultural de España, porque, cuando entré, estaban unos niños practicando un coro y cantaban en náhuat. Al escuchar la voz de niños, me dio una gran emoción y sentí orgullo de ser artista salvadoreño.

Te preguntaba esto pensando en tu poema “Salvador” que hace referencia a la violencia y a las bolsas negras de muertos. ¿Qué país has encontrado ahora?
Mis nueve años aquí fueron unos años de niñez, y la niñez es algo libre. Algo lleno de felicidad para mí; aunque algunas cosas no. Me crié en el campo. Si quería un mango, me subía a un palo y lo agarraba. Así que para mí El Salvador era algo de libertad. Pero al regresar aquí veo que el país está menos libre de cuando lo dejé en 1999. Mi cantón, San Luis La Herradura, me dicen que estaba bien peligroso y ahora está un poco menos. Para ponerlo en contexto: la semana antes de que yo viniera aquí, mataron a alguien a las 12 del mediodía enfrente de mi casa. Así que todo eso me ha dado miedo. Solo me la paso en mi casa y solo he salido dos veces a comprar comida y después me regreso. Así que eso para mí no es la libertad de la que me acuerdo.

En tu libro, “Unaccompanied”, hablás sobre temáticas personales y familiares. ¿Cómo fue el proceso de buscar respuestas en tu familia?
Comencé a escribir a los 17, 18 años y fue la primera vez en que comencé a contextualizar por qué los salvadoreños estamos en Estados Unidos, y la gran mayor parte de esa respuesta es la guerra. He tratado de comprender por qué mis papás me habían dejado de niño y entender mi resentimiento, que es algo que yo creo que es una parte de por qué hay tanto marero. A mucho marero lo han dejado de niño y siente resentimiento. Uno de niño se (pregunta) por qué no me amaste. Uno se siente mal y busca amor de otras maneras con otras personas que sientan lo mismo, especialmente si uno es un adolescente.

Uno de tus poemas hace referencia a un pandillero. ¿Dimensionás que eso puede ser considerado peligroso aquí en El Salvador?
¿Peligroso para quién?

Para vos.
¿Para mí? Creo que sí y por eso mis abogados me han dicho que no haga cosas como esta que estoy haciendo. Porque no creo que aquí me conozcan, porque escribo en inglés. Creo que si escribo en español y después me conocen aquí, sí me sentiría de otra forma. Y sí creo que es peligroso, pero también creo que es importante comenzar a reconocer que lo mismo que ocurrió durante la guerra, está ocurriendo ahorita.

Has dicho que la mayoría de salvadoreños que intentan hacer poesía pasan por Roque Dalton. Tu libro también tiene una cita de él. ¿Creés que El Salvador encuentre pronto una figura que se compare con el mito de Dalton?
Creo que en la literatura siempre hay una o dos personas en cada país que son el mito. En Chile hay muchos, pero el primer mito fue Neruda; y en Italia, todavía es Dante. En Inglaterra todavía es Shakespeare. Veo que es algo natural de la literatura y es algo problemático porque siempre queremos crear un héroe. Pero creo que hay que bajar a la tierra a Roque y hablar de lo problemático que era, también, con su política de género y su política contra los gays, y hay que bajarlo a la tierra y derrocarlo también.

Hablando de romper con los mitos, tu libro rompe un poco la narrativa del migrante que regresa triunfante y con maletas llenas a El Salvador. En lugar de eso, presentás a un adulto tratando de procesar el dolor que tuvo como niño al cruzar la frontera solo. ¿Fue un proceso decidido romper con esa narrativa?
Nunca he creído en el sueño americano. Antes de que me considerara un poeta, yo quería, como cualquier adolescente de 14 años, comenzar una revolución y bajar a Estados Unidos y ponerlo en una mesa igual. Por eso se me hizo muy importante no glorificar el sueño americano. Ha sido algo muy consciente eso. Pero también he recibido crítica en Estados Unidos por la misma cosa. Porque allá (entre) los que publican poesía hay una gran obsesión con las historias de la pobreza a la grandeza: “Decime tu tristeza y yo te voy a poner al frente”. Y eso me ha pasado a mí. Y yo soy escritor, sí, pero también hay que reconocer la suerte. Y he tenido suerte que escribí este libro al momento correcto. Lo que ha estado pasando políticamente, de una manera retorcida, me ha beneficiado a mí y por eso también he sido criticado y también yo lo reconozco porque no ofrezco nada más que el trauma en el libro. Y los migrantes no solo somos el trauma; nosotros también somos la felicidad. En eso estoy tratando de escribir más.

 

¿Qué huella física ha dejado este trauma en vos?
Me tomó regresar a Tucson para entenderlo completamente. Tucson fue el lugar donde yo crucé. Un mes después de que me publicaron el libro, en septiembre de 2017 estuve ahí cinco días en un festival de poesía, y durante los cinco días yo dormí quizás cuatro horas por completo; estaba directo, no podía dormir. Sentía angustia. Una gran desesperación. Para mí fue el trauma que se hizo físico y lo sentí nuevamente. Y fue por el clima, el calor, el paisaje. Fueron los saguaros que vi, los helicópteros de la inmigración que se escuchaban. Y la gente como que nada está pasando. Fue estar en algo tan elegante como un festival de poesía, sabiendo que a 2 millas había un retén atrapando a inmigrantes lo que no me dejó dormir. Así que eso para mí fue revelador y fue para decir: yo todavía estoy traumado y voy a estar traumado por el resto de mi vida.

La apertura de un hombre para hablar y escribir sobre el trauma puede parecer un poco inusual. ¿Lo reconocés así?
He crecido con papá, abuelo y cultura salvadoreña. Y, quizá, fue una bendición la separación de mi madre y mi papá, porque hasta que se separaron yo comencé a escuchar la versión de mi mamá y comencé a reflexionar. Pero lo que pasa también en cosas así es que, aunque yo reconozca lo que es bueno y lo que es malo, yo ya había aprendido la actitud contra la mujer. Así que yo fui muy mujeriego en el colegio. Yo también he pasado mi fase de ser muy borracho. Porque yo he estado en consejería toda mi vida y me dijeron: “mirate en el espejo. Estás actuando igualito a tu abuelo, igualito a tu papá y hay que divorciarse de eso”. Quizás por eso –y porque soy poeta– es que estoy comenzando a hablar de mis sentimientos.

Hablemos de la identidad del lenguaje al escribir. Tu educación en español llega a cuarto grado, tu educación en inglés es universitaria. ¿Cómo te sentís cuando te catalogan como “poeta salvadoreño que escribe en inglés”?
Me gusta más que me digan poeta salvadoreño americano.

¿Luchaste un momento para obligarte a escribir en español?
Sí. Siempre me lo preguntan allá: “¿Piensas en inglés o en español?” Digamos que es la misma pregunta que decir: “¿vos te sentís salvadoreño o te sentís más americano?” Yo me siento. Punto. Reconozco mi privilegio, que es la educación que he tenido. Siempre he sabido que soy salvadoreño y no me importa lo que la otra gente en Estados Unidos o en El Salvador me puede llamar. “Este es muy agringado” o “este es muy salvadoreño” o “no puede escribir bien en inglés”. He escuchado de todo, así que yo solo escribo.

¿Qué planeas hacer en lo que te queda de tiempo acá?
Voy a estudiar mi caso migratorio durante la semana, ver el mundial y ayudarle a mi abuelo en el terreno, que es algo que nunca he hecho. Mi meta de estar aquí es ayudarles en las cosas que nunca les he ayudado por 19 años. Son cosas así de la casa: quemar basura, bombear el pozo, lavar los trastos, lavar la ropa a mano. Cosas como retornando a lo que yo soy, que se me había olvidado. Y es algo bueno balancear con todo lo que la vida me ha dado a mis 28 años, que me ha dado mucho, especialmente los últimos dos años. Muchos privilegios. Muchas cenas gratis, muchos vuelos, muchas cosas y es bueno regresar a donde yo comencé.

La continuación de esta plática toma lugar –una semana después– en el patio de la casa de sus abuelos. Entre la sombra de palmeras, mangos, anonas y marañones, Javier comienza a contar cómo le fue en la embajada del país en el que ha vivido los últimos años. Su abuelo escucha la plática de cerca, pero no interviene. Hace dos semanas Javier se presentó a solicitar la visa de habilidades extraordinarias. Esta visa solo es brindada a personas capaces de “demostrar habilidades extraordinarias en las ciencias, las artes, la educación, los negocios o el atletismo a través de la aclamación nacional o internacional sostenida”. Javier la obtuvo.

Ya no quiero escribir sobre la migración. Como que ese libro ya lo quiero cerrar y los poemas que estoy escribiendo no tienen nada de la inmigración, nada del trauma, más feliz. Quiero ya imaginarme lo que es ser salvadoreño en otros países. Imaginarnos que no solo salimos del país porque tenemos, sino porque queremos.

¿Cómo te sentís después de haber ido a la embajada?
Tuve la entrevista el lunes 2 de julio. Y el sábado me entró una gran desesperación que no había sentido las tres semanas que yo estaba aquí. Me quería ir. Me quería salir y como que hasta tenía hormigas dentro de mi cuerpo, bien feo. Y no me había sentido así ningún día de los que estaba aquí. Y una gran aflicción y yo creo que era ya porque se acercaba el día. El domingo, ya más centrado, dije “lo que va a pasar va a pasar y no puedo hacer nada”. El lunes fue mi abuelo conmigo. Y fue como un gran cierre de un capítulo de mi vida.

¿Qué te preguntaron en la embajada?
Que a dónde estaba estudiando y que a dónde iba a tomar clases luego. Y quizás eso me ayudó porque dije Stanford y luego Harvard, y después hasta se puso a bromear y me dijo: “Aquí, ¿dónde vivís?” Respondí “oh, aquí en La Herradura”. “¿Ya has ido?”, le pregunté. “No, nunca he ido. Pero ahí no hay nada”, me dijo. Y después se paró. Y no sé, hasta me dio nervios porque yo veía que estaba platicando con alguien y se tardó como sus cinco minutos y yo esperando, haciéndome el loco como que no estaba tan nervioso. Y me dijo: su visa ha sido aprobada.

¿Qué sentiste?
Como que una gran roca se cayó. Le di las gracias y me fui como que andaba flotando. De respeto a las otras gentes no quise ni reírme ni nada. Solo caminé, viendo abajo, hasta llegar a la salida y me crucé la calle. Mi abuelo estaba parqueado hasta allá, bien lejos, y le di un abrazo y hasta ahí me reí. Después le llamé a mi mamá. Mi mamá se puso a llorar y después le llamé a mi abuela.

Además de la entrada legal a Estados Unidos, ¿qué implica para vos en términos legales que esa visa haya sido aprobada?
Implica que allá me va a llegar la residencia. Mi mamá tiene TPS, pero ahora que Trump dice que lo ha quitado, mi mamá no tendrá (papeles). Con esta residencia, cuando yo aplique para mi ciudadanía dentro de dos años, le puedo meter trámites a ella para que consiga una “green card”. Para mí, esta visa significa salir del país, conocer otros lugares y ya no sentirme tan atrapado.

¿Qué temas te gustaría explorar en el futuro?
Ya no quiero escribir sobre la migración. Como que ese libro ya lo quiero cerrar y los poemas que estoy escribiendo no tienen nada de la inmigración, nada del trauma, más feliz. Quiero ya imaginarme lo que es ser salvadoreño en otros países. Imaginarnos que no solo salimos del país porque tenemos, sino porque queremos. Quiero expandir el vocabulario, expandir los mundos en los que ahorita en la literatura se le ha imaginado a un salvadoreño.

En perspectiva, ya lograste lo que querías en este viaje. ¿Querés irte?
Ahorita estoy más tranquilo porque me puedo ir. No me quiero quedar aquí. Y esto es darme cuenta de que esta ya no es mi casa. Este ya no es mi país. El país de allá tampoco es mi país. Allá me sentía diferente y aquí me siento diferente también, y eso es por muchos factores. Creo que me da esa desesperación porque allá tengo más independencia. Independencia que aquí no tengo. Fijate: la noche antes de que yo fuera a la embajada, mataron a alguien allá por el muelle; y antes de que yo viniera, mataron a alguien. Y mi prima dice que ya puede distinguir cuando son cuetes y cuando son balas. Mataron a alguien de 20 años. Allá yo nunca he oído una bala. Como te decía, todavía tengo miedo de salir.

Javier Zamora se fue de El Salvador siete días después de esta plática; a diferencia de hace casi 20 años, cuando el viaje duró dos meses y medio, este viaje hacia California tomó solo horas.

 


 

EL SALVADOR

Las noticias: bolsas negras todos los días.
Noticias: más y más se van. Necesito ver

a mis abuelos, necesito esos meses
mis papás dormían en el mismo cuarto:

Mamá dormida conmigo en sus brazos
a salvo en su cuarto de bajareque, a salvo

de balas atascadas en palos. Quiero treparme
a comer jocotes durante un chaparrón,

trepar esa torre de agua en mi barrio.
Quiero tomarme esa agua, papá nunca quiere,

¿para qué, vos? Mamá quiere ver a su papá,
a su mamá. Mis papás dicen, no vayás,

tenés tatuajes en las costillas, por un tatuaje
te paran, es la ley. Allá, vos no sabés qué es ley.

¿Pero qué putas saben? No tienen papeles.
Abuelos dicen, venite, aquí no pasa nada.

Allá sí. Mi prima dice, aquí, no salimos en la noche,
está peor, ahora puede ser cualquiera. No vengás,

te pueden… Salvador, en un día de verano
húmedo, tan húmedo que tu pulgarcito

corta la marea, tus huellas enterradas en sal,
si ese día vuelvo a tocar tu cara, volcanes

y olas de tu cara, piel verde, barba azul,
aliento de poma, aliento de arena, no dejes

que policías digan, ese es marero. No dejes
que mareros digan, este es del otro barrio.

Tus barrios manchados de polen, rojo
y líquido polen. En las calles, policías y mareros

culpables de crímenes rojos, y presidentes,
culpables. Un pájaro de metal te picotea

con su pico metálico todos los días, vos
azul-verde animal pendejo que no sabe

nombres de labios azules adentro de bolsas
negras en las calles. Vos no sabés deudas,

nuestros labios sellados, nuestras casas
abandonadas, nuestro miedo de decir

la guerra no ha terminado. Quiero regresar,
necesito regresar. Hay días que miento

y digo estoy bien, pero todos los días
que no rozo el pelo de mi Abuelita Neli,

que no lavo su olla y sartén, lloro.
Como esta noche que deseo que hicieras

el amarte más fácil, Salvador. Hazlo,
para ya no tener que arriesgar nuestras vidas.

 

 

Corriendo

No hay muro, hay un túnel, un hoyo en la pared, sí,
¿pensás que ahorita nadie está corriendo? Quién es
pues, el que suda y caga su mierda en el cactus.
Añoramos agua; nuestro orín se hizo amarillo-amarillo —yo
no soy el único niño con su mochila debajo de los cercos
de los gringos. Todavía voy en esa van blanca
que nos recogió en el Devil’s Highway. La van blanca
pitó tres veces, pero escuchamos a los pastores alemanes,
helicópteros, la Migra. No sé adónde están
los espaldas-secas que corrieron cuando los chuchos
los seguían. Corrección: sí sé. Por la noche, regresan
para decirme, sobreviviste, bicho, sobreviviste, carnal. Pues sí.
sobre-requete-que-vivimos.

 

INSTRUCCIONES PARA MI ENTIERRO

No se atrevan a quemarme en un horno de metal, quémenme

en el jardín de mi Abuelita

y envuélvanme en azul-blanco-azul.

[a la mierda patriotismo] Mójenme

en el gin más barato. Cualquier cosa que hagan,

no juzguen mi hogar. Con un corvo

conviertan mis cenizas en el más fino polvo

[envuelvan mi pito en calzones para soñar con pisar]

Por favor, sin curas, sin cruces, sin flores. Róbense

una petaca y métanme dentro.

Música a explotar. Vístanse bien pimp-it-is-nice.

Emborráchense, por favor [falten al trabajo

y pisen otra vez] Que truenen los tambores

marciales. Que griten las guitarras

guerrilleras y escuchen la guerra

interna [no mierdas americanas por favor]

Parrandeen hasta el muelle, mi bailada procesión.

Ánclenme en una lancha

[de veras que sea una lancha]

timoneada por un bicho de nueve años

hijo de un pescador. Apúrense hasta llegar al centro

del estero de Jaltepec. Lean

Como tú y lancen trozos de pan.

Como la lancha circula, abran la petaca

para que me respiren como jacaranda,

como flor de mayo, como alcatraz —después,

olvídenme y déjenme— ahogar.

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