La bienvenida a un país que expulsa a su gente

Hace dos años la Dirección de Atención al Migrante recibía cinco vuelos de salvadoreños deportados cada semana. Este año se empezaron a recibir cuatro. Y en octubre bajaron hasta tres vuelos. Las cifras lo dicen: el número de deportados desde México y Estados Unidos se ha reducido en un 47 % comparado con el año pasado, pero este número no debe engañar a nadie. Los salvadoreños siguen teniendo razones para buscar migrar.

Fotografías de Archivo
De vuelta. Hasta el 30 de octubre se registraron 22,923 deportados. De esos, 13,299 vienen desde Estados Unidos.

Reynaldo es un hombre que durante cuatro años soñó que los agentes de Migración estadounidense tocaban la puerta de su casa en Texas, entraban y se lo llevaban preso. “Soñaba que llegaban a la casa por mí. Todo el tiempo andaba de mal humor. Ya no era alegría dejar mi trabajo e irme para la casa a descansar por estar en la misma situación diaria”, cuenta hoy en un evento realizado para la comunidad de migrantes salvadoreños.

Cuando Reynaldo tenía 28 años, migró hacia Estados Unidos. Tenía visa y viajó en avión. Era la década de los noventa, el país empezaba a sobreponerse a la guerra civil. Él decidió quedarse en Estados Unidos, para ello, solicitó asilo. En 2004 legalizó su situación migratoria y obtuvo su permiso de residencia. Ahí construyó su vida de adulto: tuvo tres hijos, compró su carro para ir de paseo, su camioneta para ir a trabajar, pagó impuestos y se convirtió en un subcontratista de construcción. Ahora Reynaldo tiene 43 años, extraña a sus tres hijos de 13, 11 y 10 años, se levanta a las 3 de la mañana y viaja todos los días en bus desde San Vicente a Soyapango para instalar pisos cerámicos en un centro comercial.

Reynaldo tenía su vida construida sobre una base legal en la que se creía seguro. Ese sentimiento de seguridad terminó en 2012. Él cree que su salida de Estados Unidos estuvo motivada racialmente: un policía lo acusó de un delito que, él asegura, no cometió.

“No estaba manejando en el momento en el que me detuvo el policía. Fue afuera de mi casa. Estaba limpiando las latas que estaban adentro del pick up y el policía me acusó de estar manejando en estado de ebriedad, pero sin hacerme el alcoholímetro, sin hacerme prueba de sangre, sin ninguna cosa. Yo tenía el pick up encendido porque quería medirle el aceite de la transmisión y la única manera de hacerlo es cuando el motor está caliente”, narra.

Luego cuenta que a las 5 de la mañana del día siguiente lo dejaron salir de la cárcel e iniciaron las pesadillas y el miedo de ser deportado. Cuatro años después, en 2016, recibió una carta donde solicitaban su presencia en las oficinas de Migración porque él era un candidato para ser removido del país por haber estado en prisión. Reynaldo dice que se cansó de sentirse en el limbo y se presentó. Así fue como el 16 de septiembre de 2016 se convirtió en una de las 52,938 personas que fueron deportadas hacia El Salvador.

Este año, la cifra de deportados se ha reducido casi a la mitad. Hasta el 30 de octubre se registraron 22,923 deportados. De ellos, 13,299 vienen desde Estados Unidos. Ana Solórzano, la titular de la Dirección de Atención al Migrante de El Salvador, el lugar en el que el Estado recibe a todos los migrantes repatriados, sostiene que lo que ha pasado este año en las deportaciones fue distinto a lo esperaban: “Las proyecciones eran que hubiera un aumento en 2017 por diferentes razones, como mayor cantidad de retenciones en los países de tránsito y de destino, pero fue todo lo contrario”.

Tendencia. En todo el Triángulo Norte las deportaciones han sido cada vez menos. El país con la reducción más marcada ha sido El Salvador.

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Irse, ¿por qué?

El año pasado el Instituto de Opinión Pública de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) registró que el 40.3 % de su población encuestada deseaba irse a vivir hacia otro país durante 2017. “El porcentaje de personas que expresa su deseo de migrar al extranjero es el más alto registrado en las encuestas de evaluación de año cursadas por la UCA en la última década”, se lee en un informe del instituto.

“No estaba manejando en el momento en el que me detuvo el policía. Fue afuera de mi casa. Estaba limpiando las latas que estaban adentro del pick up y el policía me acusó de estar manejando en estado de ebriedad, pero sin hacerme el alcoholímetro, sin hacerme prueba de sangre, sin ninguna cosa. Yo tenía el pick up encendido porque quería medirle el aceite de la transmisión y la única manera de hacerlo es cuando el motor está caliente”, narra.

Y es que El Salvador no se pinta como un hogar en el que muchos quieren construir su vida. Entre 2014 y 2016 fueron 996 personas las que murieron en masacres, incluyendo a bebés y ancianos. De acuerdo con la Policía Nacional Civil, entre enero y octubre de este año ocurrieron 3,331 asesinatos. A la violencia se le suman las carencias económicas. En este país de 6 millones de habitantes, al menos 2.5 millones viven en pobreza.

En febrero de este año el Departamento de Estado de EUA emitió una alerta para que sus ciudadanos se abstengan de viajar a territorio salvadoreño. Y para quienes lo hagan, las recomendaciones dicen que una persona que entra a El Salvador debe permanecer en estado de alerta en casi todo momento. El documento dice que se debe tener especial cuidado al salir de “casas, hoteles, carros, parqueos, escuelas y lugares de trabajo”. Además, recomienda viajar en grupo, no transportarse en taxis desconocidos, no subirse a buses, no llevar dinero en efectivo y no caminar de noche “en la mayoría de áreas del país”.

Vivir entre precauciones extremas, en pobreza y sabiendo que nada garantiza la seguridad hace que muchos ciudadanos busquen migrar de El Salvador. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) asegura que cerca del 13.9 % de migrantes repatriados se fueron porque buscaban encontrar un lugar más seguro en el que construir sus vidas.

Anhelos. En 2016 el Instituto de Opinión Pública de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) registró que el 40.3 % de los encuestados deseaba irse a vivir hacia otro país.

Steven es un salvadoreño de 25 años que en 2014 decidió irse de Soyapango. Le tomó dos meses poder llegar a vivir de manera indocumentada en Estados Unidos. Ahora reside en California. Él tiene claro que a El Salvador no regresará voluntariamente. “Aunque uno tiene sueños, es diferente para las personas que no tenemos privilegios. Yo vivía en Soyapango, los taxis no entran y si uno va con visita, después te preguntan los pandilleros que quién era, que dónde vive. Todas esas cosas te matan del miedo”, contesta a través de internet durante el receso de su trabajo.

Ese miedo, cuenta Steven, se siembra hasta en los lugares más cotidianos, en casa y en la escuela: “Cuando comencé a estudiar bachillerato, sin saber, me metí en un colegio donde controlaba la pandilla contraria y una semana duré. Ni me había terminado el uniforme el sastre cuando un grupo de estudiantes me dijo que me salía o me mataban”.

Cansado de sentir que todos sus movimientos estaban controlados, migró. “Yo no quiero regresar porque no quiero terminar como uno de mis mejores amigos: con un disparo en el pecho. Lo mataron en el bus. Para los que nos tocó ser pobres, por más que uno quiera no siempre se puede”.

Steven trabaja en labores varias de limpieza en California. Su trabajo está lejos de la carrera de Licenciatura en Letras que soñó, pero con lo que gana puede pagarle la universidad a su hermana y mandarle dinero a su madre. “Mi mami se quebró el lomo por años en una maquila de empaquetado de cloro y no es justo que siga trabajando”, dice. En abril de este año obtuvo un permiso de trabajo. Eso solo significa que tiene el aval para ser mano de obra. Para nada más. Él sabe que la amenaza de la deportación sigue latente: “Me dieron mi permiso de trabajo, pero eso no evita mi deportación, solo me da permiso de trabajar”.

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El regreso: Dirección de Atención al Migrante

Son las 10:42 de la mañana cuando el bus que viene desde Chiapas, México, entra al parqueo de la Dirección de Atención al Migrante. Los primeros en bajarse son un par de policías y el motorista. El conductor del bus se estira, se desabotona la camisa y se cepilla los dientes en el estacionamiento. Casi al mismo tiempo, empleados del lugar salen a recibir a los salvadoreños que decidieron arriesgar la vida por el sueño americano.

Los primeros en entrar al centro de atención son dos familias nucleares. En la primera familia hay un niño y una niña que no pasan los 10 años de edad, y en la segunda, una niña igual de pequeña. Detrás de ellos viene un puñado de jóvenes hombres. Nadie trae cinta en los zapatos porque estas se decomisan en los centros de resguardo para migrantes de México por motivos de seguridad. Sobre la espalda cargan mochilas sucias, algunas con varias botellas de agua vacías. Ellos son los que no lograron llegar a Estados Unidos.

En este centro se recibe a las personas a las que Estados Unidos deporta en vuelos federales y a quienes vienen desde México en autobuses. Aunque la cantidad es mínima en comparación, también se recibe a migrantes salvadoreños que vienen de otros países, como Australia, Belice y Canadá. Este centro está ubicado en la colonia Chacra, de San Salvador. Al lado izquierdo del edificio hay un salón grande con una televisión. Cuando los migrantes entran a este espacio, se les dice la dirección del lugar, la fecha y la hora de su llegada. Es la vuelta a una realidad no elegida.

“Cuando llegan acá, eso es como lo básico que hay que atender y lo que tratamos es dar una atención integral”, explica Ana Solórzano, la máxima autoridad de esta dirección. Lo básico pueden ser cintas para sus zapatos, llamadas telefónicas, atención a alguna molestia médica y en algunos casos, una mudada de ropa. Los empleados han visto caminar por estos pasillos a migrantes que son capturados en sus lugares de trabajo. Así, se ha visto entrar a gente con uniforme de construcción, con la ropa llena de pintura y algunos migrantes con uniformes de cocinero.

Una mano amiga. USCRI es una ONG que trabaja con refugiados y migrantes deportados. Migración, desde 2016, ha referido a 252 jóvenes para que les brinden ayuda.

El flujo general de personas que llegan a este espacio se ha reducido este año. Se reciben entre uno y dos autobuses con migrantes deportados desde México a diario y, por lo general, tres vuelos de personas repatriadas desde Estados Unidos a la semana. Hace un par de años se recibían al menos dos vuelos más.

El principal perfil del migrante es un muchacho joven. En 2016 fueron 33,764 hombres, es decir, el 77 % de la población adulta migrante. Las mujeres son minoría y son quienes, por tradición, emprenden el viaje con menores a su cargo. El año pasado fueron 9,916 las mujeres adultas que fueron deportadas y 9,259 menores de edad que corrieron la misma suerte. El 60% de los menores que fueron deportados se encontraban acompañados y quien los acompañaba en el 98 % de los casos era una mujer.

En una de las áreas de este edificio se encuentra una familia que acaba de regresar de México en el bus que venía desde Chiapas. La madre, una mujer morena y de mirada cansada, habla con voz baja. Su hija pequeña observa todo con una mirada que parece devorar el salón. Una empleada de Migración busca algo que entregarles. Esta es el área donde si alguien lo necesita, se le brinda vestuario para iniciar el trayecto hasta su lugar de origen. Al padre de esta familia le hacen falta zapatos.

—Mire –dice el hombre y señala los pies en los que lleva puestas unas sandalias de baño que no parecen ser de su talla– me robaron todo, no traigo ni zapatos. En Francisco Rueda, por la vía del tren, ahí nos salieron seis hombres armados y nos quitaron el dinero, las mochilas, los zapatos. Todo.

“Toda la persona que regresa viene en condición de vulnerabilidad, ya sea por los factores que hicieron que las personas salieran del país y tuvieran que migrar, porque el tránsito en muchas ocasiones es violento o por el impacto emocional por haber estado en los centros de resguardo”, explica Solórzano.

Cerca de esta área se encuentra un salón lleno de sillas vacías. Es el salón del reencuentro. Aquí vienen los familiares de los migrantes cuando se les comunica que sus parientes serán deportados.

La única persona que aún espera por sus familiares es un hombre de complexión fornida, piel morena y ojos verde claro. Tiene los codos sobre las rodillas y la cabeza baja, enmarcada entre los brazos.

Un empleado de Migración cuenta, en voz baja, un poco sobre la historia del hombre. De acuerdo con lo que dijo al volver al país, este migrante de cara ruda y ojos claros pertenece a un grupo de personas que “desde que los agarraron no han tenido contacto con su familia. Y me acaba de decir que lo agarraron como hace 15 días”. Quince días en los que su familia no supo nada de él.

En una de las áreas de este edificio se encuentra una familia que acaba de regresar de México en el bus que venía desde Chiapas. La madre, una mujer morena y de mirada cansada, habla con voz baja. Su hija pequeña observa todo con una mirada que parece devorar el salón. Una empleada de Migración busca algo que entregarles. Esta es el área donde si alguien lo necesita, se le brinda vestuario para iniciar el trayecto hasta su lugar de origen. Al padre de esta familia le hacen falta zapatos.

El silencio que predomina en la sala es interrumpido desde afuera por un hombre de camisa celeste y gorra que camina hacia esta sala.

“Buenas”, dice antes de poder entrar. Esa única palabra es suficiente para hacer que el hombre de ojos verdes salga de su letargo. Reconoce la familiaridad del tono de voz y levanta la vista.

“Hey, brother”, dice el hombre con la camisa celeste. El hombre que recién ha sido deportado deja su mochila, no le da tiempo a su pariente siquiera de entrar al salón, sale del cuarto de reencuentro y se abalanza sobre él. Durante 2 minutos los dos hombres de cara ruda se abrazan y lloran como niños pequeños.

En toda la región. Según la OIM, en El Salvador la disminución de deportaciones ha sido del 44.9 %, en Honduras del 34.4 % y en Guatemala del 31.4 %.

La ironía de la oportunidad

Tito se encontró con gente vendada, golpeada y gente que había sido rescatada de secuestros cuando supo que había tenido suerte. Rodeado de historias trágicas, comprendió que “era casi un milagro” que no le hubiera pasado algo similar a él.

Tito tiene 21 años, es risueño, alto y delgado. Su historia es parecida a la de muchos jóvenes que son obligados a crecer de golpe, a colocar en una balanza la esperanza y poner en riesgo su vida. Estudió en Santa Ana hasta noveno grado, intentó estudiar primer año de bachillerato en modalidad flexible, pero no pudo. Tuvo que empezar a trabajar. Fue contratado informalmente como encuestador y con eso pudo aportar un poco de dinero a su casa.

“Decidí migrar por problemas económicos, por buscar un mejor tipo de vida. Yo estaba trabajando eventualmente aquí en el país y con unos amigos hablamos que si no nos salía la plaza, íbamos a viajar. Entonces, cuando pasó el tiempo, no nos salió la plaza y decidimos viajar. Todos ya teníamos un porqué. Mi mamá no trabaja y mi papá no es como un papá para mí. A mi mamá yo la veía frustrada, bastante triste, y por eso decidí ayudarle”, relata con naturalidad.

Sin estudios de bachillerato, sin un empleo formal y sin fuente de ingresos en la familia, decidió irse en 2016. Ahorró $100 y con otros dos compañeros del trabajo tomaron un bus hacia la frontera con Guatemala, sin coyote. Recorrió Guatemala y cruzó sin documentos la frontera de México. “Ya en ese país, ni uno de los tres abría la boca. Todos calladitos porque si no, ellos iban a notar que no éramos de ahí”, narra.

A Tito aún parece molestarle una cosa. No cuenta de quién fue la culpa, pero está seguro de que su propia boca los delató. Él dice que mientras se dirigían en un bus hacia la capital mexicana, el motorista los escuchó decir algo. Un rato después, el conductor paró el bus y un policía subió al transporte directo hacia ellos. Así empezó su deportación, sin haber llegado a ninguna parte.

Tito y sus amigos fueron trasladados a un centro de resguardo para migrantes en México. En una sala con más migrantes que habían corrido peligros como desapariciones, secuestros y golpizas, se dio cuenta de que el camino no era tan sencillo como lo imaginaba. Decidió solicitar asilo en México. Al hacerlo, México tendría que investigar su contexto y analizar las opciones que lo empujaron a tomar la decisión de migrar.

Sin estudios de bachillerato, sin un empleo formal y sin fuente de ingresos en la familia, decidió irse en 2016. Ahorró $100 y con otros dos compañeros del trabajo tomaron un bus hacia la frontera con Guatemala, sin coyote. Recorrió Guatemala y cruzó sin documentos la frontera de México. “Ya en ese país ni uno de los tres abría la boca. Todos calladitos porque si no, ellos iban a notar que no éramos de ahí”, narra.

El gigante del Norte. Estados Unidos sigue siendo el lugar del que proviene el 60 % de los salvadoreños deportados.

En ese centro donde se encontró detenido, el joven cuenta que “una esquina era un sector de una pandilla y en la otra esquina (había) otra”. Y a los 10 días de estar durmiendo “en una cama de cemento solo con una sábana”, desistió de su petición.

El Salvador catalogó su caso dentro de Migración por razones económicas. Cuando volvió, en San Salvador no había nadie esperándolo. Fue hacia la terminal de occidente y recogió sus pasos hasta llegar a la casa de su madre.

“A los meses me llamaron y yo sentí algo extraño y llegué a una reunión del Comité Estadounidense para Refugiados e Inmigrantes (USCRI). Comenzó la aventura porque por ellos es que estoy estudiando”, cuenta con ilusión desde la oficina de esa organización en San Salvador.

USCRI es una ONG que trabaja con refugiados y migrantes deportados. Desde el año pasado, Migración ha referido a 252 jóvenes para que les brinden ayuda. Quienes son enviados a esta organización tienen entre 18 y 25 años, y su motivo para migrar fue la falta de recursos económicos. La organización los contacta, les hace una entrevista y busca colocarlos en algún curso de formación o de inserción laboral. Sin embargo, el teléfono no siempre se responde del otro lado.

Eunice Olán, la coordinadora nacional de USCRI, explica que llevan ya 64 casos cerrados. Estos se traducen en 64 jóvenes que cuando fueron buscados, no quisieron pertenecer a ningún programa o ya habían emprendido de nuevo el camino hacia Estados Unidos.

Hasta que Tito fue deportado su necesidad se hizo visible para el Estado. Ser deportado fue el factor que le dio la oportunidad para entrar en un programa de becas de estudios.

Ahora estudia un Técnico en Electricidad Industrial de dos años en el ITCA de Santa Tecla. Del comité recibe $5 por cada día que estudia. Con eso paga sus fotocopias, sus almuerzos y su pasaje del bus desde Santa Ana.

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Bajan las deportaciones en el Triángulo Norte

El 57 % de la población de Guatemala, Honduras y El Salvador vive en pobreza, así lo indica un informe de la Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte. Además, “el 30 % de los jóvenes entre 14 y 25 años (1.7 millones) no estudia ni trabaja” y la tasa de homicidios de estos países “es tres veces más alta comparada con el resto de Centroamérica”.

Dentro de este tipo de contextos donde predomina la violencia y la pobreza, las razones para seguir yendo a buscar futuro en otro lugar no han dejado de existir. El 9 % de la población de esta región ha decidido migrar en los últimos años. Sin embargo, en la oficina de Atención al Migrante no consideran que menos deportaciones equivalgan a un menor flujo de migración irregular, sino que hace falta estudiar hacia dónde más están migrando los salvadoreños y bajo qué medidas logran establecer su residencia fuera de El Salvador, un país experto en ahuyentar a sus ciudadanos.

“O es que México ha disminuido los controles migratorios y está dejando pasar a la gente o es que los traficantes están utilizando otras rutas de tráfico. Sería muy simple que nosotros hiciéramos ese análisis de que la gente ya no está pensando en irse”, responde la coordinadora de USCRI cuando se le pregunta sobre la disminución de deportados que este año se ha experimentado en El Salvador.

Las deportaciones provenientes de México y de Estados Unidos han bajado drásticamente en los tres países de Centroamérica que conforman el Triángulo Norte. Cifras de OIM permiten establecer que el país que más disminución de deportaciones ha experimentado es El Salvador, pero la tendencia es regional.

Según la OIM, en El Salvador la disminución de deportaciones ha sido del 44.9 %, en Honduras del 34.4 % y en Guatemala del 31.4 %.

Las cifras de la misma institución indican que entre enero y septiembre de este año 20,840 salvadoreños han sido deportados. El 58.3 % de ellos viene de Estados Unidos, el 40.9 % de México y el 0.9 % de otros países.

Entre los adultos, el 71.9 % dijo haber migrado por factores económicos y el 13.9 % por la inseguridad. Entre los menores de edad, el factor de reunificación familiar cobra más protagonismo. El 27.9% de la niñez y adolescencia retornada aseguró que buscó migrar para estar con sus familiares.

Economía e inseguridad. Entre los adultos que han vuelto al país bajo esta figura, el 71.9 % dijo haber migrado por factores económicos y el 13.9 % por la inseguridad.

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Los que faltan

El ambiente en la Dirección de Atención al Migrante en la colonia Chacra este martes al mediodía es tranquilo y silencioso. La mayoría de empleados almuerza mientras Ana Solórzano, su directora, termina de dar una visita guiada.

El ambiente de tranquilidad que este centro experimenta a la hora del almuerzo y con la disminución de deportaciones podría cambiar pronto. En Estados Unidos hay cerca de 190,000 ciudadanos salvadoreños con Estatus de Protección Temporal (TPS, en inglés). Ese programa se creó tras los terremotos que ocurrieron en el país durante 2001. Brinda un permiso para trabajar y residir, pero no es un camino hacia la legalización.

Bajo el programa del TPS también residen en Estados Unidos cerca de 2,500 nicaragüenses y 60,000 hondureños. La semana pasada el Departamento de Seguridad de EUA anunció que el TPS de los hondureños quedó extendido hasta el 5 de julio y es posible que termine al final de ese plazo. El TPS de Nicaragua se dio por finalizado y los nicaragüenses tienen hasta el 5 de enero de 2019 para buscar medidas alternativas para legalizar su residencia o regresar a su país natal.

En el caso de El Salvador, el país con mayor población protegida por el TPS, se cree que la decisión se tomará en enero del próximo año. El permiso de los salvadoreños vence en marzo de 2018. La otra amenaza de deportación masiva es para los jóvenes “dreamers” (o soñadores) que se encuentran protegidos bajo el programa DACA. Los “dreamers” son jóvenes que llegaron a Estados Unidos antes de los 16 años y han probado ser residentes ejemplares. En septiembre el gobierno del presidente Trump anunció el fin de dicho programa.

Hasta junio de 2016, eran 46,489 los jóvenes salvadoreños con permiso de permanencia aprobado por DACA. Si a esta cifra se suma la de los migrantes con TPS, son al menos 236,000 salvadoreños cuya residencia y futuro están actualmente en el limbo legal.

Solórzano, la directora de Atención al Migrante, responde que ante los posibles cambios de política migratoria, su oficina se encuentra considerando cuál es la mejor manera en la que podrían escalonar o dosificar el tránsito y la atención obligatoria a migrantes deportados. El reto es que durante una emergencia, el centro logre a dar abasto para recibirlos y despacharlos a sus casas, si es que aún tienen una en El Salvador.

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